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Columna
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Plantas invasoras

En el acceso al puente de Róntegui desde Leioa hay un intrigante letrero de la Diputación vizcaína con el siguientes texto: "Experimentación para la erradicación de plantas exóticas invasoras". Al parecer, el aviso se refiere a un intento para acabar con el plumero, carrizo o hierba de la Pampa, ese arbusto que llegó a Europa con fines ornamentales y que ahora coloniza, ajeno a los programas de exterminio, praderas, marismas y jardines.

Otra especie invasora que también ha llegado a nuestros confines y de cuyos peligros nos advierten esporádicamente los periódicos es el mejillón cebra, ese molusco con nombre de híbrido imposible salido del laboratorio de algún seguidor del doctor Moreau. Este animalito -azote de cañerías y turbinas hidráulicas- es originario de los mares Caspio y Negro, llegó a la desembocadura del Ebro en 2001 y ya lo tenemos en los embalses de Álava, siendo sólo cuestión de tiempo que alcance la vertiente cantábrica.

Siempre me he preguntado cuándo una planta deja de ser "exótica" y se convierte en "autóctona"

Últimamente, cada vez que los medios digitales publican una noticia sobre los -casi siempre infructuosos- intentos de acabar con estas especies colonizadoras, no faltan comentarios de anónimos lectores en los que invariablemente se comparan los problemas que causan estas variedades invasoras con los que, supuestamente, estarían provocando los inmigrantes.

Siempre me he preguntado cuándo una planta deja de ser "exótica" y se convierte en "autóctona". Al fin y al cabo, la alubia de Tolosa, la patata de Álava o el pimiento de Gernika fueron en el pasado géneros llegados de otro continente. Si no llega a ser por la foránea cepa americana, resistente a la filoxera, ni siquiera existirían viñedos en España. Del mismo modo, me asalta la duda sobre qué debe ocurrir para que quien deja atrás su patria para buscar entre nosotros una vida mejor sea considerado un convecino más. ¿Tienen que pasar diez años, una generación, tener un hijo en el Athletic...?

Viene todo esto a cuento de algunas de las recientes medidas restrictivas que tanto desde Bruselas como desde Madrid se vienen adoptando en relación a los inmigrantes. El Parlamento Europeo abrió la veda con la vergonzante directiva que permite retener a los sin papeles durante 18 meses en centros de internamiento mientras se tramita su expulsión. Nuestro ministro Corbacho no va a la zaga en esta política de tolerancia cero con la inmigración. Primero fueron las dificultades para la reagrupación familiar de los trabajadores extranjeros. Ahora, con la excusa de la crisis, se les pone un puente de plata para que vuelvan a sus países de origen y no regresen a España (al menos en cinco años). En este contexto de mano de obra kleenex, de usar y expulsar, llama poderosamente la atención, nuevamente, la voz discordante de Ibarretxe, optimista impenitente, quien el pasado jueves aseguraba que Euskadi necesitará a corto plazo 90.000 nuevos inmigrantes. ¡Dios le oiga!

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Mientras tanto, hace unos días llegaba a Canarias un cayuco con 230 subsaharianos, a quienes no persuadió de su aventura ni el hundimiento de Wall Street ni el estallido de nuestra burbuja inmobiliaria. El País Semanal publicaba hace un mes un excelente reportaje de Ramón Lobo, en el que bajo el título de "Una familia, un dolar al día", se nos narraba la situación de extrema pobreza en la que se encuentran muchos africanos. Mientras media humanidad se vea lastrada por la necesidad, las medidas contra la inmigración serán tan tremendamente ineficaces como las que se aplican contra la extensión del plumero de la Pampa o del mejillón cebra. Si ya es difícil poner puertas al campo, más lo es tratar de ponérselas a la miseria.

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