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Columna
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Alcaldes y constructores

A mí me resulta algo exagerado este revuelo en torno al alcalde de Benissa. Por más que lo examino, no percibo en el suceso nada de extraordinario. Tal vez, en épocas pasadas, encontrar un alcalde trabajando para un constructor llamara la atención, pero hoy en día no supone novedad alguna. Para los tiempos que corren, Juan Bautista Roselló actuó con una absoluta normalidad. Lo extraño, en todo caso, hubiera sido que no encargara una obra a Ortiz e Hijos por el hecho de haber sido administrador de una de sus empresas.

Algunos articulistas no han percibido la situación del mismo modo y han publicado unos escritos muy graves, censurando la conducta de Rosell. Con todo mi respeto a los autores, no creo que sus comentarios moralizantes tengan ningún éxito. Y no porque los argumentos carezcan de valor o estén mal formulados, sino porque al día de hoy estos sucesos ya no escandalizan a la opinión pública. Es más, estoy convencido de que muchas personas se sentirían defraudadas si estos asuntos se produjeran de modo diferente. Y es que cuando la derecha alcanza el poder, todo el mundo espera que se comporte de manera semejante.

Seamos sinceros, ¿a quién alarma que en Alicante, Castellón, Orihuela o Torrevieja alcaldes y constructores actúen de consuno? Prácticamente a nadie. Al contrario, muchas personas ven en esta unión un síntoma de progreso y eficacia. Perciben en ella una irreprochable alianza donde unos allanan el camino para que otros construyan sin complicaciones y multipliquen la riqueza. ¿No es este el sueño de nuestra sociedad?

Reparemos, por ejemplo, en una población como Alicante, donde se acepta comúnmente que gobiernan los constructores y los grandes empresarios. Pues, bien, en Alicante, ahora mismo, hay un sentimiento de satisfacción generalizado por el rumbo tomado por la ciudad. Su desarrollo llena de orgullo a muchos alicantinos que esperan verla convertida en una gran urbe. Luis Díaz Alperi, su alcalde, es una persona muy bien valorada que, de desearlo, no tendría dificultad en repetir su mandato otros cuatro años.

En esta situación, ¿por qué no permitir que nuestros alcaldes -aquellos que lo desearan, naturalmente- formen parte de las plantillas de los señores constructores? La propuesta, si se salva el natural rechazo que suscita su novedad, ofrece indudables ventajas. De llevarse a efecto, no sólo evitaríamos inútiles y farragosas polémicas, como la que envuelve estos días al alcalde de Benissa, sino -lo que es más importante- otorgaría carácter formal a una situación que hoy se presta a desagradables confusiones. Los territorios entre lo público y lo privado suelen contener zonas de sombra que conviene aclarar, por el bien de la sociedad. Con esta medida, todos sabríamos a qué atenernos. En cuanto a nuestras ciudades, hay que decir que apenas notarían la diferencia y su expansión podría continuar indefinidamente, con plenas garantías.

Queda la ética, desde luego. Pero, de este asunto, quienes de verdad entienden son Miguel Peralta y Juan Vilaplana, y no un servidor.

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