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Columna
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Amor de verano

Para que luego digan que la vida no imita a las novelas. Les cuento. Verano de 1980, Londres. La chica tiene un vago aire a Faye Dunaway, versión enclenque, de serie B. Vaqueros desgatados, camiseta de algodón, mochila al hombro y la cabeza llena de novelerías. El chico es italiano, de Nápoles para más datos, un príncipe de los skaters, guapo, bajito, pelo castaño de rizos, sin un duro. Se paga los estudios trabajando por horas en una pizzería de Gloucester Road. Es simpático, toca la guitarra, hace frases y sabe camelar con una cara dura muy italiana a las estudiantes de paso por Londres. Lo que sucede es que la Faye Dunaway de marras es una borde de mucho cuidado y se lo pone bastante difícil. Tanto que el chico ya no sabe qué demonios hacer para llevársela al huerto. Después de varios intentos fallidos, está a punto de tirar la toalla. Entonces ella se le queda mirando con la ceja arqueada y después de meditarlo durante bastantes segundos, responde:

- Vale, cuéntame un cuento.

Había decidido aceptar sólo en caso de que la historia fuera buena. Debió de serlo, porque ya no se separaron en todas las vacaciones. Háganse cargo. Londres, veinte años, el mundo por montera. O sea, amor a muerte. Y más tarde, en algún redondel de la noche, la luz de una calesa, música de Carole King, Bloomsbury, el 242 de Baker Street, la catedral de San Pablo, Picadilly Circus y todo lo demás, incluido el cambio de guardia de Buckingham Palace cantando Bandiera Rossa a pleno pulmón.

Bien, se acaba el verano. Despedida en el aeropuerto, intercambio de direcciones y promesas de amor eterno. Fin de la primera parte.

Pasan los meses y en un momento dado, en un cruce de calles de la vida, uno de los dos cambia de ciudad y se pierden la pista. Hasta hoy. Verano de 2009. A esas alturas ella había publicado ya unas cuantas novelas y había aprendido que la vida es dura, y que hay que vivirla procurando no confundirla con la literatura. Pero ya se sabe que a la realidad en el fondo le gusta parecerse a la ficción.

El príncipe de los skaters trabaja en Roma. Pasa por delante de una librería, coge un libro al azar, el nombre de la autora le suena vagamente, pero no tiene ni idea de qué, la foto de la contraportada tampoco le aclara demasiado la memoria, pero se lee el libro y entonces ya no tiene ninguna duda.

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De esa escena hace apenas unas horas. Ella ha recibido un e-mail y en realidad ahí está toda la historia. El mail dice: "Londres, verano de 1980. Vale, cuéntame un cuento".

Entonces ella sonríe, se levanta, pone una canción de Carole King en el tocadiscos para inspirarse, se sirve un gin-tónic y se dispone a contestar el e-mail. De hecho empieza a teclear las primeras palabras, pero de pronto recuerda la regla número uno del oficio: no cruzar jamás la raya que separa la literatura y la vida. Así que en lugar de contestar el e-mail se pone a escribir este artículo. Disciplinada y profesional, 3.159 caracteres con espacios. Qué cosas. No sabe por qué demonios tendrá ese nudo en la garganta. Al fin y al cabo sólo se trata de un maldito artículo más.

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