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Columna
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Ayuntamientos

El prestigio de la democracia se juega muy principalmente en las distancias cortas, y quizá deberíamos haber festejado con más ardor que desde hace 30 años nos gobiernan munícipes por gracia de las urnas. El 3 de abril se celebraron sobre todo con actos institucionales y discursos solemnes, que llegan bien poco a la población. También hay un documental de Eduard Torres y la Unió de Periodistes, donde salen a relucir la ilusión y la inexperiencia con que se abordaba el gran cambio, al tiempo que refleja toda la cutrez de aquella estrategia de la tensión con que la derechona se resistía a los nuevos tiempos: la famosa batalla de Valencia.

La Asociación de Vecinos de Benimaclet organizó un encuentro de estos en los que se espera que los novatos de 1979 (ya al borde de la jubilación) recuerden el panorama que se encontraron al acceder a alcaldías y concejalías, donde el franquismo saliente había arrasado como el caballo de Atila. Escuelas de democracia, llamábamos a los Ayuntamientos en unos tiempos en que estaba todo por aprender y también todo por hacer. Y en verdad, la política y la gestión de lo cercano resultaron bancos de pruebas donde se fueron forjando vocaciones y consolidando liderazgos y famas, aunque también acabaron por convertirse en trampolines desde los cuales los aparatos partidistas iban arrojando al vacío exterior a las gentes que no acababan de someterse. ¡Ah, cuánto hemos echado de menos las listas abiertas, justamente en las elecciones locales donde dice bien el tópico que "todo el mundo se conoce"!

En cuanto a los desencantos que pronto nos invadieron, puede que se debieran a que habíamos depositado en los llamados entes locales esperanzas desmedidas. Quizá recuerden que la (poca) prensa progresista del momento interpretó la victoria de la izquierda (tras el batacazo socialista un mes antes, en las generales) como que "se había ganado la batalla de Almansa". En efecto, aquel 25 de abril, mañana hará tres décadas, los consistorios progresistas adoptaron acuerdos que nos parecían importantes y hasta emocionantes en el terreno de lo simbólico: senyeres al balcón, moixeranga, eliminación de generalotes golpistas y caudillos del callejero, pronunciamientos por la lengua... Luego vino la peregrinación estival del presidente (Albiñana, ¿se acuerdan?) de aquella estrafalaria preautonomía, para conseguir que los plenarios se pronunciaran por la vía 151. Lo hicieron muchos, representando a la mayor parte de la población, pero UCD ya había puesto el freno y la marcha atrás y aún dominaba en gran número de pueblos. Los suficientes para que toda aquella movilización quedara en nada. A partir de octubre, otra fecha señalada, el País (Valencià, ¿se acuerdan?) empezó a jugar en segunda división.

Parece que, 30 años después, aún seguimos pidiendo demasiado a los Ayuntamientos, en comparación al reconocimiento legal y financiero que se les otorga. De ellos depende mucho la calidad de vida, y para eso necesitan dineros. Así que las arcas vacías han parecido a muchos una buena excusa para jugar al pelotazo: pinto pinto, gorgorito, arreglo las aceras y me quedo con veinticinco. La crisis del ladrillo ha vuelto a poner sobre el tapete la necesidad de prestar atención a la democracia de proximidad para que no se convierta en corrupción de proximidad. ¿Acaso ganamos en Almansa hace 30 años para que algunos ediles se dejen hoy regalar (por "amiguitos del alma", con o sin bigotes) gayumbos de Armani a medida, que dice Forges?

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