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¿Beatus ille?

El dilatado, dilatadísimo esfuerzo que hacemos por crecer, por madurar, por llegar a consumarnos, es un rasgo patéticamente humano, la limitación de nuestra especie, pero también su mayor logro. No estamos hechos de una vez para siempre y el proceso de individualización es un trabajo personal, resultado de la protección que nos dispensan los mayores y del despliegue que cada uno hace de sus atributos a partir de enseñanzas y saberes. Arrojados al mundo, los humanos sólo somos una prodigiosa combinación de azar y de necesidad, de chiripa y de genética. Pero hay algo más, mucho más: somos la voluntad de hacernos, de actualizar nuestras potencias, de recrear o desarrollar la cualidad que nos distingue, la propiedad que nos da fuerza y que nos realiza como un caso irrepetible. Porque cada uno de nosotros es eso, un caso, una sorprendente aleación de virtudes y de defectos que nos convierte en imprevisibles, desmentidos frecuentes de casi todos los vaticinios. Somos especialmente inhábiles, frágiles y sobre nosotros puede caer el infortunio de la desgracia, del hambre, de la necesidad hasta el punto de que la vida sólo acabe siendo una miserable supervivencia. Aunque hagamos acopio de indignación y mostremos toda nuestra rabia por el injusto reparto del mundo y de sus bienes, aunque reparemos audaz o moderadamente esas averías y el desarreglo del entorno humano, seguirá habiendo desdicha -qué duda cabe- y seguirá lacerándonos la visión del dolor, de los menesterosos, de los que no tienen posibles por haber sido manirrotos, por haber gastado a manos llenas o simplemente por haber tenido la fatalidad de nacer en el infierno de los desheredados.

José María Escrivá de Balaguer, a quien ahora se canoniza por habérsele probado un milagro, una sanación inexplicable, prodigiosa, ocurrida incluso después de su propio fallecimiento, fue un animoso varón que decía simpatizar con los pobres aun cuando le rodearan acaudalados caballeros o abnegadas damas. Su obra Camino, escrita en forma aforística, es un compendio de resignaciones y de promesas, de amonestaciones y de advertencias contra los pecados capitales y veniales, y quiso que se usara como un catecismo de sentencias, de reglas, de ejemplos y de bondades morales para hacer frente a la pesadumbre de la carne, para contener la concupiscencia y para auparse literalmente hasta el cielo. Regresa Josemaría, pero también regresan otros símbolos de la fe y de la creencia en esta época en que nos abandonamos a la religión y la tutela clerical. Nuestras autoridades celebran con unción las festividades cristianas, sobrecogidos, devotos. Los colegios religiosos reciben la generosa dádiva de las instituciones públicas, mientras en Italia se reafirma la obligatoriedad del crucifijo en las escuelas. Cualquier acto de guerra, de aquí o de allá, se hace invocando a las respectivas divinidades castrenses, apelando a la suerte, al favor y a la fortuna que dispensa la Providencia. Y, en fin, todo terrorista que se precie abraza una fe, comulga con una religión política y aspira a calcinar este mundo endiabladamente mal hecho, torcido, despreciable.

Aunque sé que no se lleva, me permitirán ahora pecar de incredulidad, de irreligión, adoptando para ello una perspectiva sublunar; me permitirán, en fin, que postule (ay, Dios, qué palabra) otra actitud un punto menos piadosa, que me refiera a otro varón algo menos santo, un polemista de Dios, un amante de la templanza pero también de las disputas teologales, un lector curioso de ese género fantástico que llamamos apologética. Me refiero a Emil Cioran. Como saben, fue un apátrida afincado durante muchos años en París, un escritor que abandonó el rumano por la lengua francesa, que cultivó con precisión aforística; un escritor que, pese al interés, al humor y al desgarro de sus ideas, sólo tuvo una escasa repercusión en los ambientes culturales de posguerra. Fue un estilista en procura de su propia expresión, elegante y violenta, en un idioma prestado. Fue alguien que predicó el hastío de vivir, la derrota que significa abandonar lo potencial, ese vacío que nos precede. Lamentó el error cósmico o divino que entraña el nacimiento y deploró a la vez con paradoja atea la pérdida del Paraíso, ese estado fusional con la madre en el que aún no había pecado ni dolor ni infierno ni yo. Dicho de esta manera, podemos llegar a pensar que Cioran fue un tipo verdaderamente cenizo. Expresado de este modo, podríamos confundirlo con un existencialista angustiado como los que frecuentaron el París de posguerra denunciando la náusea, sabedores de que Dios ya no estaba presente. Pero no fue así, porque la muerte potencial o el suicidio eran los últimos y soberanos recursos de los que Cioran se sentía propietario. Fue un nómada holgazán o un sedentario inquieto, puesto que vivió en hoteles durante mucho tiempo, pero sobre todo ensalzó el júbilo de las pequeñas cosas de la vida sin darles la gravedad pecaminosa y enfática con que los clérigos las suelen rodear. No se tomó monumentalmente ni marcó ningún camino ni vivió con jactancia arrogante el éxito editorial que al final le acompañó. Por eso, precisamente por eso, pudo verse con la ironía y con la ternura de quien siempre se supo desvalido y arrojado. Tuvo una juventud peligrosa, explosiva, altanera, casi delirante y una madurez descreída, hecha de templanza, ajena al yo evidente y vanidoso. Hay que frecuentar las obras de este gran tipo. Sabemos lo que Camino proporciona a sus millones de lectores, un lenitivo severo y resignado contra la muerte y contra la carne, una amonestación contra los riesgos de la vida.

Cioran, en cambio, no nos consuela y su lección es bien distinta, una lección de lucidez, de abismo, de goce, de exaltación de la concupiscencia, la celebración del pecado como afirmación de la libertad humana y sobre todo el recordatorio amargo de nuestra podredumbre. Indica una anécdota de la antigua Roma que, durante la ceremonia de coronación de un nuevo emperador, la tradición había instituido la costumbre de que el gobernante se hiciera acompañar por un individuo que, justo en el momento de máximo esplendor, tenía por única función repetirle al oído: 'Recuerda que eres mortal, recuerda que eres mortal'. Imagino a Cioran ejerciendo esa función, como ese bufón necesario que rebaja al ser humano, a ese ser engreído y enfático que se ensoberbece o que se hunde al primer fracaso, ese ser insustancial que cree alejarse del sinsentido y de la muerte y que se piensa justificado, necesario, salvado por la trascendencia. 'Nunca serás más de lo que no eres y la tristeza de ser lo que eres', dejó dicho en Précis de décomposition. Amén.

Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.

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