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Columna
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Benimaclet

En Benimaclet residen miles de personas, nativos con apellidos centenarios y transeúntes recién llegados; inmigrantes que han venido a buscárselas y naturales que jamás han abandonado su lugar. Hay también estudiantes, ruidosos y jaraneros: muchos universitarios atraídos por la convivencia vecinal y por la vida serena de la zona. Ellos provocan la algarabía, claro, cuando se reúnen en el Glop o en el Tulsa. Pero traen también la bullanga que da vidilla al barrio.

Situado a pocos kilómetros del centro de la ciudad, Benimaclet es un sitio que aún conserva numerosas viviendas bajas, algunas alquerías restauradas, ciertas casas de pueblo orgullosamente veteranas y blanqueadas. No hay graves disturbios, no hay cataclismos y todo discurre con la placidez de la existencia ya hecha: una vida fenicia, entre rural y urbana. El barrio está enclavado en la huerta y su población autóctona la forman labradores y comerciantes instalados allí por espacio de años, de siglos incluso. Desde las viejas tiendas de vara hasta los nuevos establecimientos, Benimaclet ofrece una supervivencia apaciguada y modesta. Tenemos hasta banda sonora: los trinos de los pajarillos y los fragores de la Ronda Norte.

Los adultos transitamos por sus calles populosas, aventurándonos en lo cotidiano, abasteciéndonos en negocios bien surtidos: en ultramarinos alicatados y ricamente dispuestos, como Jovani, en Mistral; o en fruterías como las que han abierto los paquistaníes acá y allá. Nos servimos de los géneros frescos aquí y en los supermercados, sorprendentemente valencianos y prósperos. Callejeamos con alegría estival, con el brillo que dan los azules rotundos del cielo, mirando, tachando los recados ya cumplidos: las aspirinas en la Farmacia de doña Vicenta; el duplicado de llaves en Aurelio; el transistor en Muñoz; los euros en la Caja de Ahorros.

Acudimos a Gaia, en Daniel de Balaciart, o a La Traca, en Enrique Navarro, para adquirir las novelas que aliviarán nuestra holganza. Gracias Lola, gracias Alejandro. Y acudimos a La Kañamera a almorzar, con sus viandas tan apetitosas. O nos paramos en el Bio Café a tomar un refrigerio. Luego, avanzando por la calle Murta llegamos a Benipaper, un emporio de la papelería. Allí nos detenemos. Charlamos y compramos la prensa. Seguimos y seguimos, saltando la Ronda Norte, con sus automóviles veloces.

Y ahora sí: ahora yo ya estoy en la huerta fértil. Sigo adentrándome. ¿Adónde pararé? Sabina lo dijo: "Cuando la muerte venga a visitarme / no me despiertes, déjame dormir / aquí he vivido, aquí quiero quedarme..." Ingreso en el camposanto, el cementerio de Benimaclet, tan recoleto, rodeado por bancales de coles y lechugas, de patatas y cebollas...

Sí, cuando la muerte venga a visitarme, aquí he vivido, aquí quiero quedarme.

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