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Columna
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Bolonia y la dimensión social

Cada época crea sus mitos y sus espantajos. Uno de los más recientes lleva el nombre de Plan Bolonia. Como todos los mitos, hace referencia a algo que no existe; como todos los espantajos, al fantoche boloñés se le cuelgan todos los males que se quiere conjurar. Al parecer, Bolonia ha creado las academias privadas que pululan alrededor de los campus universitarios; la recitación de manuales en clase y el dictado de apuntes; ha inventado el rellenado de pizarras, la lectura pública de transparencias y diapositivas, etc., etc.

Abandonemos los mitos: el proyecto de creación de un Espacio Europeo de Educación Superior no es un plan, sino un proceso. Y un proceso abierto, en el que participan múltiples actores, con intereses diferentes, divergentes y a veces contrapuestos.

Las sociedades europeas no pueden despreciar los talentos de quienes tienen pocos recursos

Ese carácter abierto y de proceso en construcción se capta bien cuando uno estudia cómo se ha ido incorporando la problemática de la dimensión social del EEES en estos años recientes. En la declaración de Bolonia (1999) la expresión no existe, pero en la de Londres (2007) ha llegado a convertirse en una de las cuestiones más relevantes: "Compartimos", dicen los firmantes, "la aspiración social de que el conjunto de estudiantes que ingresan, participan y culminan la educación superior en todos sus niveles, habrá de reflejar la diversidad de nuestros pueblos... Por tanto, continuaremos con nuestros esfuerzos para facilitar los servicios adecuados a los estudiantes, crear itinerarios de aprendizaje más flexibles, y ampliar la participación en todos los niveles sobre la base de la igualdad de oportunidades".

En estos dos últimos años, la dimensión social ha ido adquiriendo tal importancia que ya se habla de su carácter transversal y de cómo afecta a los demás núcleos básicos del proyecto: a la movilidad, a la excelencia, a la empleabilidad, a la política de garantía de la calidad... Pero, sobre todo, se ha hecho patente la necesidad de recoger datos y analizar las condiciones reales de vida, de acceso y participación de los estudiantes y los resultados que esas condiciones les permiten alcanzar.

Dado que durante las últimas décadas las universidades han tenido que atender una demanda creciente de formación superior y abordar con recursos escasos la masificación de las aulas, se ha podido prestar poca atención a los factores y procesos de reproducción de las desigualdades (inasistencia a clase, no presentación a las convocatorias de exámenes, fracaso, abandono, etc.) y a las nuevas e imprevistas formas de desigualdad que genera la maduración de los sistemas terciarios de educación.

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Pero ahora ya no hay pretexto para eludir este asunto y así se viene haciendo. Las observaciones empíricas realizadas en el proyecto Eurostat-Eurostudent muestran que, aunque ha crecido extraordinariamente el volumen de la matrícula, ésta presenta sesgos socioeconómicos importantes y que los hijos de padres con capital económico y educativo alto tienen oportunidades muy superiores al resto para culminar con éxito sus estudios. O sea, que la movilidad intergeneracional basada en la educación universitaria es limitada.

Sorprendentemente, hay quienes piensan que ocuparse de estas cuestiones y hacerlo de esta manera (pesando, midiendo y contando) es adoptar una perspectiva tecnocrática. Pero mientras unos entretienen su tiempo con la gran retórica y otros despliegan, sin tapujos, políticas y prácticas elitistas, no creo que exista ninguna forma más eficaz de proceder que la dedicada a analizar la reproducción de las desigualdades mediante la educación, porque bien pudiera suceder que en la enseñanza superior estuviéramos asistiendo a un caso típico de efecto Mateo.

Se conoce como tal la lógica que opera en muchos procesos de estratificación social, por la cual los recursos se van concentrando en pocas manos y las desigualdades sociales se mantienen o agrandan. Y se denomina así recordando la redistribución de talentos efectuada por el mayordomo de la parábola bíblica recogida por san Mateo: "Al que tiene se le dará y a quien no tiene se le quitará hasta lo que tiene". Pues bien, la creciente importancia de la problemática relativa a la dimensión social en los grupos de trabajo y en los documentos del proceso de Convergencia Europea es un toque de atención para quienes ignoran la lógica que opera en nuestros sistemas universitarios y para quienes, por distintas razones, deciden mirar para otra parte.

El énfasis en la dimensión social es una forma, especialmente importante, de recordar que el conocimiento y la enseñanza superior son bienes públicos y que el logro de objetivos de equidad es una responsabilidad pública. Las sociedades europeas no pueden permitirse el lujo de despreciar los talentos de quienes tienen pocos recursos y las instituciones universitarias no pueden lavarse las manos, atribuyendo las desigualdades a las etapas precedentes; también han de preocuparse, al menos si quieren operar de manera justa como instituciones públicas, evitando que las distancias se agranden y ofreciendo oportunidades reales de éxito a quienes no son herederos.

Antonio Ariño Villarroya es vicerrector de Convergència Europea i Qualitat de la Universitat de València.

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