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Columna
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Yo a Boston

Días atrás, el presidente de la Generalitat estuvo en Boston con motivo de la Volvo Ocean Race, la vuelta al mundo a vela por equipos. Con ello se regaló los oídos, evitando las preguntas y las reprimendas de la oposición en las Cortes. Tras el acuerdo de Boston, Alicante será el puerto de salida de dicha competición en las tres próximas ediciones. La prensa ha recogido los detalles del pacto que Francisco Camps presenta como un gran provecho colectivo. En sus declaraciones me ha parecido oírle la palabra felicidad.

Digo felicidad e inmediatamente me acuerdo de las intervenciones televisivas de Camps en las pasadas elecciones autonómicas, en 2007. Al menos en una ocasión y hacia el final de su discurso en Canal 9, el candidato presidencial pronunció con gran énfasis dicho vocablo. Felicidad: era el horizonte, el futuro que nos prometía con mucha afectación verbal. Ahora, a los alicantinos, les augura algo parecido. Como una gran familia feliz. Y todo gracias a Boston.

Entre nosotros, cualquier referencia que hagamos a Boston siempre remite a algo primario, a un inicio prometedor, a la felicidad, justamente. Nos hace recordar la Nueva Inglaterra del Setecientos, ese lugar en el que la felicidad era un logro venidero. O eso creían los bostonianos originales... Ya saben: el Motín del té; las buenas familias de Boston, esas gentes tan parecidas a los europeos y a la vez tan orgullosamente independientes.

Ya está: digo Boston, digo familia, digo felicidad otra vez, e inmediatamente me viene a la cabeza una comedia de los años sesenta. ¿La recuerdan? Se titulaba Tú a Boston y yo a California (1961). Dos hermanas gemelas, fruto de un matrimonio roto, se reencontraban, tratando desde entonces de restaurar la familia que fueron, el orden fracturado, la felicidad primera. Los papeles de ambas muchachas los interpretaba la misma persona: Hayley Mills. Es decir, gracias al milagro del cine tenía el don de la ubicuidad. Francisco Camps no tiene esa virtud ni es capaz de crear un prodigio: si está en Boston, no está en Valencia ni en California. Le sucede como a los demás: si está de gira, no está de sesión... parlamentaria.

Pero ya que estaba en Boston, de allí podría haberse traído alguna edición de la Autobiobraphy, de Benjamín Franklin. Como se sabe, este gran bostoniano fue un dechado de cualidades personales que cultivó en esencia y en apariencia. Así, en sus escritos detallaba las virtudes que adornan la conducta morigerada: templanza, silencio..., así hasta trece. En un pasaje describe negativamente a un colega. Dice de él: "Era muy orgulloso, vestía como un caballero, vivía lujosamente, le gustaba divertirse y hacer viajes de placer en el extranjero, contrajo un montón de deudas, desatendió su negocio y perdió todos sus encargos".

Frente a esa disipación, hay que ocuparse de ser y de parecer: "No solo de ser realmente industrioso y frugal, sino también de evitar cualquier apariencia de lo contrario". Franklin dice de sí mismo que "vestía con sencillez; no frecuentaba lugares de ocio; nunca iba de caza ni de pesca". A la mayoría nos resulta simplemente inalcanzable la perfección moral de Franklin. ¿Vestir con sencillez, no frecuentar lugares de ocio? ¿Trece virtudes? No vamos a exigirle a Francisco Camps lo que nosotros no logramos cumplir, pero quizá podríamos pedirle que evitara "cualquier apariencia de lo contrario".

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