Camps depreda la democracia
Francisco Camps no será el próximo presidente de la Generalitat. Se lo impedirá una o todas las resoluciones de los enredos judiciales en los que está imputado o implicado y que han sido pródigamente aireados. Por el momento se va cociendo a fuego lento en ellos, a la espera acaso de que se produzca un prodigio y el magistrado Juan Luis de la Rúa se transfigure en su indulgente juzgador o de que ese leguleyo que es Federico Trillo, letrado de plantilla del PP, le saque las castañas del fuego mediante sus sospechosas artes de birlibirloque. Pero sin tales milagrerías, y aun con la incertidumbre que conlleva la ceguera de los tribunales, nuestro molt o poco honorable debe dar por agotada su carrera política.
Los cargos penales que le conciernen son graves, como es sabido, y a ellos hay que sumar el no menos grave juicio que merece su gestión al frente del Gobierno autonómico. Una gestión y una política que han conseguido ahondar como nunca hasta ahora la división y acentuar la confrontación entre los valencianos, entre los feligreses del PP y sus opositores. En ningún otro momento desde la Transición ha sido tan partidista, parcial, arbitrario y arrogante un Gobierno que bien pudo proceder con tolerancia y magnanimidad arropado por una mayoría absoluta y en coherencia con sus proclamadas credenciales liberales. Lo bien cierto, sin embargo, es que a nuestro jefe del Consell y su cohorte les faltó tiempo para revelarse como lo que son: un hato de carcas plegado al imperio de las sotanas. Enmendar este sesgo incívico y restablecer la -digamos- normalidad democrática, que comienza por el respeto al discrepante, habrá o habría de ser uno de los objetivos prioritarios, si no el principal, de quien peche con la triste herencia del amortizado presidente.
En su simple y a menudo inflamado a la par que reiterativo discurso, Camps suele echar mano de la sinécdoque y confunde el todo con la parte, al pueblo valenciano con lo que solo es el universo electoral -aunque mayoritario- que le vota. El presidente olvida o desdeña a cuantos no son de su cuerda, obligándoles a tragar las ruedas de molino que han significado la constreñida y pintoresca docencia de la Educación para la Ciudadanía; o la cesión de los programas de sexología a la Iglesia, tan experta ella; o nos ha secuestrado con irritante desvergüenza la RTVV, impidiéndonos acceder a la TV3 -acerca de la cual estamos convocados para la tarde del próximo sábado en el lugar habitual de Valencia-; o persigue con saña franquista a Acció Cultural; o pervierte el debate parlamentario de las Cortes recurriendo la opacidad y el abuso -que no el ejercicio legítimo- de su hegemonía...
No se cierra ahí la nómina de quejas y frustraciones, sobre todo de cuantos por un instante ya lejano pensaron que irrumpía un gobernante joven y liberal, líder de una derecha valenciana renovada. Un beato depredador de la democracia es en lo que ha venido a parar este temerario capaz de descalificar a José Luis Rodríguez Zapatero diciendo que es un "presidente sin altura ni grandeza". Es posible y opinable. Pero tal juicio no está al alcance de quien careciendo probablemente de ambos dones anda ayuno de honradez, una prenda personal que no depende de criterios, sino de pruebas, evidencias y sentencias. Pero dejemos por hoy de lado la corrupción y sus numerosos agonistas por estos pagos. Los tribunales están en ello y tanta porquería, además, no nos cabe ya en este espacio.