_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Ciudadanía externa

Desde el momento que la Consejería de Sanidad publicó la Guía de la salud, surgieron críticas desde la oposición a tal desacierto. Sin embargo, unos y otros están poniendo de manifiesto la falta de previsión ante un futuro inmediato, así como la ausencia de estudios en profundidad de los problemas sociales de la inmigración. Si la Guía de la salud es un atentado al sentido común, las críticas que ha recibido son un atentado a la reflexión política. La Consejería de Sanidad ha puesto en evidencia la improvisación de unos y de otros. El problema actual de la inmigración traspasa los límites de unos modos superficiales de comportamiento, sean éstos del tipo que sean.

Hace ya tiempo que la Comunidad Valenciana se nutre de fuerzas externas. Su crecimiento de población depende básicamente del impulso vital de inmigrantes, que llegan a nuestras tierras con el sueño de una vida mejor. Sus ansias de vivir nos permiten crecer a nosotros. A fecha de hoy, el noventa por ciento del crecimiento de población en la Comunidad Valenciana depende de ellos. Cuanto más disminuye nuestro deseo de conservación, más importancia adquieren sus ilusiones y esperanzas de mejorar económica y socialmente. Más aún, la explotación y manufactura de los productos básicos están en manos de esa ciudadanía externa que es la inmigración. Con papeles o sin papeles están realizando las tareas de supervivencia que nosotros rechazamos, porque nuestra satisfacción vital camina por otros derroteros. De seguir así, nos convertiremos en una sociedad proclive a resolver los problemas mediante la intervención de fuerzas externas. Las repercusiones sociales y políticas que esto acarrea deberían ser un foco principal de atención en el gobierno de Zaplana. Y debe serlo porque nos enfrentamos a algo nuevo. Hoy la inmigración es ante todo ciudadanía externa.

A comienzos del siglo pasado, el ambiente social, político y las tendencias científicas del momento, favorecieron que la población del sur europeo que emigró a Estados Unidos fuera vista como gente de pocos recursos y escasas habilidades mentales y sociales. Entonces se pensó que esa población migratoria entorpecía el buen desarrollo de la sociedad democrática americana. Se llegaron incluso a crear centros antropométricos para dictaminar la inteligencia de personas y de sus ascendientes. Cuando por 1920 se estudió al campesinado polaco que emigraba a Estados Unidos, se llegó a hablar de psicosis de desarraigo. Pronto se comprobó que no se trataba de una patología mental, sino de un problema social, de un choque de culturas. El campesinado polaco trataba de desarrollar en los países a los que llegaba la cultura tradicional de su Polonia. Desconocía el idioma, poco o nada sabía de las costumbres y sociedad de su nuevo hogar. Su meta era sobrevivir y reproducir el estilo tradicional de vida en una sociedad muy distinta a la suya. Este choque de culturas hizo que muchos se aislaran en núcleos propios, interaccionando poco con la población. Otros tantos reaccionaron contra la cultura de la que procedían, adaptándose de forma rabiosa al estilo y formas de la nueva sociedad. Pero unos y otros afectaron a la sociedad a la que llegaron. Ahora en España, muchos aluden a la memoria histórica de nuestra propia condición de emigrantes para justificar políticas paternalistas ante la inmigración que estamos viviendo. Sin embargo, las situaciones no son comparables.

La población migratoria actual que llega conoce el idioma, el idioma por excelencia. Todos ellos hablan, mejor o peor, el inglés. Los medios de comunicación les han permitido conocer algo de la sociedad a la que llegan. Sus expectativas no son exclusivamente de supervivencia, sino de mayores cuotas de bienestar. Las tecnologías de la comunicación les permiten mantener contacto con los suyos, al tiempo que se relacionan sin excesivas dificultades con sus nuevos conciudadanos, protestas incluidas. Conocen sus derechos, se asocian y los defienden. Pero sobre todo tienen expectativas muy cercanas a las de la población. Compartimos muchas de las modas impuestas por las tecnologías de la comunicación; la distancia social y cultural se ha acortado. Hoy esa ciudadanía externa puede y quiere pertenecer a las sociedades que llega, aunque también mantiene lazos con la sociedad y cultura que dejaron. Se adaptan, se integran, pero sin renunciar al contacto con los suyos. Y en esta dinámica se hace imprescindible reflexionar sobre el modelo de comunidad que queremos construir.

El problema de la inmigración actual traspasa las barreras del momento presente. La verdadera implicación de este fenómeno se sitúa en la convivencia de las generaciones que están por llegar, en los hijos de unos y de otros, más de unos que de otros. Hoy vivimos los problemas de su incorporación laboral, los problemas de escolarización y también los problemas sanitarios. Hoy nos enfrentamos a necesidades básicas de estos nuevos ciudadanos. Mañana los temas serán muy distintos. La segunda generación de esta ciudadanía externa reivindicará tareas diferentes a las que tuvieron que enfrentarse sus padres, reivindicarán su derecho a ocupar puestos que hoy son impensables para ellos, estarán plenamente integrados en la sociedad. Los valencianos deben anticipar este escenario para realizar una planificación adecuada. Por eso es imprescindible una política de inmigración que se oriente al estudio y análisis de esta inmigración, para poder anticiparse a los distintos escenarios posibles. Sólo adelantando el futuro podremos responder adecuadamente.

Limitar el problema al momento presente, a la preocupación por las cuotas y los papeles, o por conseguir mano de obra, o escolares para no cerrar una escuela de un pueblo, o por el crecimiento cero de nuestra población, es cerrar los ojos ante una ciudadanía externa que muy pronto será más vital, creativa e innovadora que nosotros. Y entonces, los problemas de comparación social y de racismo simbólico, entre otros muchos, estarán servidos.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Es necesario un Centro de Estudios de Inmigración donde equipos muy diversos, pero integrados, realicen estudios globales a largo plazo sobre esta nueva ciudadanía. Es importante analizar sus culturas propias, las formas y estilos de adaptación que desarrollan en nuestra comunidad, sus patologías y mecanismos de defensa, sus formas de asociación y de convivencia en los grupos básicos, los valores y las expectativas con las que llegan, así como el modo en que las ven cumplidas. No estamos hablando de un centro oficial de inmigración, ni de registros institucionales de población migratoria, ni tampoco de la ayuda que las distintas ONG prestan a los inmigrantes. Hablamos de un centro de estudios orientado fundamentalmente a comprender las características de esta inmigración y el impacto de la misma en nuestra comunidad y en la sociedad española, en general.

Ese centro de estudios es imprescindible para Valencia, y también para el resto de las comunidades, porque el movimiento migratorio de este siglo tiene características muy peculiares, desconocidas en los movimientos anteriores. Por tanto, los fenómenos que puede producir serán nuevos en muchos casos y, sobre todo, desconocidos en sus consecuencias. Está en juego su futuro y el nuestro.

Adela Garzón es directora de la revista Psicología Política. garzon@uv.es

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_