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Democratizar la democracia

El artículo seis de la Constitución que atribuye a los partidos políticos un papel fundamental como instrumento para la participación política, ordena que éstos sean democráticos en su "estructura interna y funcionamiento". No puede ser casualidad que ambos conceptos aparezcan juntos. La suerte de la democracia ha dependido a menudo de la calidad democrática de los partidos y de su evolución como artífices de consensos. Los partidos de masas, por ejemplo, vehicularon una fase clave de la democracia al ampliar la base social de ésta, incorporando a la participación política a amplias capas de la población, hasta entonces excluidas.

La Constitución de 1978 se redactó en un momento histórico en el que toda la sociedad española tenía claro el papel crucial que jugaban los partidos en la democracia. Desde entonces han cambiado muchas cosas, pero lo evidente es que los partidos no gozan hoy del prestigio y la legitimidad que tuvieron entonces. Ni expresan ya las identidades de clase, ni ostentan la representatividad de entonces. No nos perderemos en explicar las causas de un cambio que es evidente para todos. Nos centraremos en sus consecuencias.

Con la crisis de los partidos, los vicios ocultos de su estructura afloran y se adueñan de su fisiología: el viejo clientelismo local se recicla en intercambio de apoyos y prebendas en la organización; la jerarquización y profesionalización de la militancia reduce al mínimo el reclutamiento y la sensibilidad para la captación de realidades sociales emergentes, a la vez que dificulta la supervisión externa por los ciudadanos y hasta el control interno por los activistas. En el nuevo ambiente, la tentación de considerar a los partidos como juguetes gastados resulta casi invencible.

Y, sin embargo, no disponemos de otro instrumento de intervención política capaz de articular la deliberación y la competencia de discursos, que requiere la democracia compleja de hoy. La labor de intermediación de los partidos es hoy más necesaria que nunca. Las demandas sociales se han vuelto desagregadas, al difuminarse los perfiles de clase en una economía globalizada. Las desigualdades han aumentado pero se visualizan peor. Frente a la identidad de clase y la representación unívoca, lo que emerge es la multiplicidad de identidades superpuestas, de clase, género, cultura, origen.

Pero lo importante es que los ciudadanos siguen expresando demandas que deben ser articuladas políticamente. Demandas que, para ser canalizadas, exigen profundizar en la propia calidad de la democracia, y también en la cualidad democrática de los partidos que aspiran a representarla. Si los partidos progresistas, si el partido socialista, que debiera sintonizar con esas demandas, no se apresura a reformar profundamente sus estructuras, su funcionamiento y su cultura política, perderá toda posibilidad de convertirse en el referente de esa ciudadanía y, con ello, perderá su razón de ser.

Sobre esto no cabe ningún autoengaño: la ciudadanía crítica, convertida en el nuevo sujeto histórico, demanda una democratización real de los partidos, como condición para una nueva relación entre éstos y el propio sistema democrático. Restablecer los controles democráticos, reducir el peso de la profesionalización, devolver poder a la militancia, instaurar la rendición de cuentas y responsabilidades, democratizar seriamente las elecciones internas, habilitar a los simpatizantes para intervenir, dialogar con los nuevos movimientos ciudadanos, abrir a la sociedad los grandes procesos de decisión del partido, etc. Lo que hoy deberían hacer los socialistas es el equivalente a lo que en su día hicieron los partidos de masas, democratizar la democracia.

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Pepe Reig Cruañes es candidato a secretario general del PSPV-PSOE en la ciudad de Valencia.

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