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Columna
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Desenterrar a los muertos

Cuando la familia de Federico García Lorca tuvo que abandonar España, el padre del poeta se agarró con las dos manos a la borda del barco que les llevaba al exilio, miró la línea de costa y juró solemnemente que jamás volvería a pisar este jodido país. Lo cumplió. Pensaba en esto el otro día mientras escuchaba en la radio la polémica sobre la exhumación de los restos de Lorca. La dignidad del dolor es algo que cada cual lleva como puede. Hay quien llora a sus muertos a grito pelado y dándose golpes de pecho y hay quien aprieta los dientes y blasfema agarrado a la barandilla del último barco que hay que tomar. Personalmente prefiero esta última forma de duelo. Cuestión de carácter, supongo. Pero volviendo al asunto de la exhumación, que es a lo que iba, la Asociación de la Memoria Histórica argumentaba con conocimiento jurídico de causa que "una fosa común es un enterramiento ilegal que existe por la comisión de un delito, y que por lo tanto la exhumación es, además de un acto humanitario, una cuestión de derecho". Hasta aquí, nada que objetar. Todo el mundo sabe que un número incalculable de españoles de la generación de nuestros abuelos está enterrado junto a las tapias de los cementerios o en las cunetas y desmontes donde fueron fusilados al amanecer. El hecho de que nuestro poeta nacional permaneciera durante años en el fondo de un barranco donde lo echaron sus asesinos en compañía de un maestro de escuela y de dos banderilleros es la mejor prueba de aquella carnicería que nos reventó los sueños. Ya era hora de que se reparara semejante agravio, pensarán ustedes con indignación legítima. Vale. Pero discrepo.

En mi opinión esa ladera de la sierra granadina abierta por un tajo abarrancado posee más fuerza simbólica y trágica que la pacotilla del mármol y el bronce de cualquier monumento conmemorativo. Pero no es sólo eso, es que Lorca representa de algún modo a todas las víctimas, a las decenas de miles de paseados y asesinados por todas las cunetas de España. Por eso pienso que ese barranco debe seguir ahí, como prueba del crimen sin desvincularse nunca de la represión fascista para oprobio de sus asesinos.

Con esto de la Memoria Histórica hay que andarse con cuidado, porque una cosa es el derecho legítimo de una familia a enterrar a sus muertos dignamente y otra muy distinta, lavarle la cara al pasado. Tienen toda la razón los nietos del maestro republicano y de los dos banderilleros para enterrar los restos de sus abuelos como mejor consideren. Y ante esa decisión, ni la Audiencia, ni la familia de Lorca pueden hacer otra cosa que permitir la exhumación. Ahora bien, que alguien clasifique por orden y tamaño los metacarpos del poeta o tome muestras de ADN de su fémur izquierdo bajo la fría luz de un laboratorio, me parece una burda profanación de quien levantó como nadie el vuelo de las metáforas: "¡Oh ciudad de los gitanos/ quién te vio y no te recuerda...,!" Ningún mausoleo de los que tanto les gusta a los políticos es mejor lugar para honrar la memoria de un poeta fusilado que el barranco de Víznar a donde desde hace años acuden en peregrinación los chavales de instituto a recitar sus poemas contra el viento, como agarrados a la borda de un barco. Con rabia y respeto. Que son las únicas virtudes nobles que quedan en este enrevesado país.

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