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Columna
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Diamantes

Un hotel derruido, un comerciante con los dedos repletos de anillos conduciendo a un grupo de periodistas a través de un trampal de fuego cruzado, las calles polvorientas y sin alcantarillado de una ciudad fantasma con miles de personas ovilladas a la sombra y a ras del suelo. Era el mes de mayo del año 2000. Tres periodistas y un fotógrafo, reunidos en el reservado de un restaurante de Sierra Leona, se daban una cena de homenaje salpicada de humor negro que, en determinadas situaciones, es el único recurso para mantener el miedo a raya.

Aquella fue la última vez que se vio con vida a Miguel Gil. Era uno de los mejores cámaras del mundo. Con veintipocos años había dejado el bufete de abogados para el que trabajaba en Barcelona y se fue a Bosnia como freelance. En ocho años de profesión se convirtió en una leyenda. Consiguió entrar en el Sarajevo asediado por la puerta del Monte Igman, subido en el lomo de una moto de trial de 650 c.c.. Pero no era ningún irresponsable, sino un tipo templado que actuaba siempre sobre seguro y que había convertido en el objetivo de su vida dar voz a los que no la tenían.

-Tened cuidado en Masiaka- les advirtió a sus compañeros al despedirse de ellos en el vestíbulo del restaurante, después de la cena. Pero la muerte lo estaba esperando a él a la mañana siguiente en el cruce de caminos de Rogberi. Lo cosieron a tiros en una emboscada.

Esa fue la primera vez que oí hablar de los camiones de la muerte, unos Toyota herrumbrosos y desvencijados que recorrían Sierra Leona repletos de niños-soldado drogados hasta las cejas que estrenaban su pubertad con un Kaláshnikov en las manos. Me lo contaba el corresponsal de este periódico, Ramón Lobo, en la terraza del Negrito, una noche después de la presentación en Valencia de su libro Isla África. El título es un homenaje al centro de rehabilitación para niños ex-guerrilleros dirigido por el misionero español Chema Caballero. Lo peor de la guerra de Sierra Leona, financiada por el tráfico ilegal de diamantes, no fueron los 75.000 muertos y los dos millones de desplazados, sino una generación entera de chavales con la mente rota, el futuro del país como quien dice.

Esta semana veía en la gran pantalla todo ese paisaje de pesadilla que sólo el cine americano es capaz de reinventar al milímetro: las calles de Freetown, tal como fueron, los campamentos de refugiados, un constante fuego cruzado recorrido por un contrabandista de armas y un pescador africano que quiere rescatar a su hijo de la guerrilla. Es verdad que la película Diamante de sangre reproduce para bien y para mal todos los tópicos del cine de periodistas, pero tiene el valor añadido de ser una referencia visual de primer orden para comprender las verdaderas razones que hay detrás de una guerra. Pueda que no sea suficiente para salvar a la humanidad de la barbarie, vale, pero es un paso, un hilo de comunicación como el que sostiene Leonardo di Caprio a través de su teléfono móvil desde un alto de la selva con una periodista en una terraza de Nueva York, un instante mínimo de honestidad en el que, sin embargo, se halla la clave de cualquier esperanza.

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