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Columna
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Dinamarca

Un viejo amigo, ingeniero industrial, que hace seis años se instaló definitivamente en Dinamarca, harto, según me dijo, de convivir con la mediocridad reinante en este país, aseguraba que el principal problema de España no era ideológico sino técnico. Durante algún tiempo creí que su deseo de exilio voluntario era fruto de la lógica depresión provocada por los desastres de la era Aznar-Bush e intenté retenerlo con el argumento de que aquello pasaría algún día y entonces todo volvería a la normalidad.

Pero él insistió en que lo que le aterraba de verdad no era la posible continuidad de Aznar (una desgraciada anécdota histórica, pero anécdota al fin y al cabo) sino precisamente eso que yo llamaba "normalidad". De acuerdo con su análisis, lo que aquí necesitábamos urgentemente no era un cambio de Gobierno por otro de signo ideológico distinto, como había ocurrido hasta entonces, sino la creación ex novo de un sistema político, económico y judicial eficiente, honesto y creíble, y el diseño de un método eficaz para situar a su frente a gente de probada competencia, al precio que fuera.

Según su particular teoría, que entonces me pareció disparatada, las sociedades avanzan (como era el caso de Dinamarca y de los países escandinavos en general), no tanto en función del carácter progresista o conservador del Gobierno de turno, sino de la estima que su gente tenga (tanto en el sector público como en el privado) por el trabajo bien hecho y por la utilización de criterios en la toma de decisiones lo más alejados posible de consideraciones ideológicamente sectarias.

De otro modo, si el Sistema tiende a primar la incompetencia y la corrupción en todos los niveles de la actividad (como ocurría en España), resultaría muy difícil, por no decir imposible, abordar los verdaderos problemas del desarrollo. Y más en particular los relacionados con aquello que hemos dado en llamar "economía del conocimiento", la cual, si por algo se caracteriza, es por el estímulo permanente de la libertad de creación y la innovación, así como por primar la excelencia y el mérito como principales indicadores de éxito.

Por ejemplo, la corrupción en los diferentes niveles de la Administración pública (particularmente en Ayuntamientos), y en cuyo ranking, para nuestra desgracia, estamos cada vez "mejor" situados, no es que sea moralmente censurable y juegue como potente efecto demostración para los restantes niveles de la sociedad. Es que además, aseguraba, es regresiva desde el punto de vista del desarrollo económico. Al destruir los mecanismos técnicos de asignación de recursos, la corrupción actúa frontalmente en contra de la eficiencia económica y la innovación. Si la empresa que consigue el negocio no es la mejor, sino la que más paga, ¿para qué esforzarse en hacer bien su trabajo?

Y lo mismo ocurría, según él, en cualquier otro campo de actividad que consideráramos. ¿Para qué emplear cinco años de tu vida en estudiar periodismo y obtener estupendas calificaciones si vas a acabar trabajando (por enchufe, naturalmente) en Canal 9 ejerciendo en exclusiva el escasamente cualificado oficio de propagandista? ¿Para qué esforzarse en ser un buen diputado si lo importante es controlar alguna agrupación del partido y cultivar el apoyo de quien hace las listas? ¿Para qué ser un juez diligente si acabas siendo criticado hasta cuando persigues a los malos? Y así, sucesivamente.

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Desengáñate, me dijo, esto nunca será Dinamarca. Fueron sus últimas palabras antes de tomar el vuelo que le llevaba a Copenhague una mañana de junio de 2003.

Ahora veo que hizo lo correcto. No sabe cómo le envidio por ello.

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