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Columna
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Si Dios quiere

Francisco Camps (y perdone el lector por la tabarra) parece persuadido de que el silencio es oro, y así se guarda de hacer declaraciones sobre lo que todo el mundo quiere saber y no tuvo ocasión de preguntar. Lástima que esa discreción, que presuntamente no le inculpa en nada, no la hubiera observado en sus conversaciones telefónicas privadas, algo que sorprende todavía más si se considera que cuando se grabó lo que ya todo el mundo sabe que se grabó el todavía presidente de los valencianos disponía de los indicios suficientes para temer que podía ser grabado, así que su locuacidad con sujetos como El Bigotes puede ser indicio todavía no culpable de estupidez manifiesta, de candidez inocente o de menosprecio hacia la efectividad de las escuchas de los servicios policiales. Cualquiera de las tres hipótesis está lejos de beneficiar a su radiante figura. Puestos a no entender nada, hay en este asunto otra cosa incomprensible. Si Mariano Rajoy prescindió de los ricos servicios del tal Correa en 2004, y si éste desembarcó desde entonces en nuestra comunidad por interposita persona, el problema consiste en dilucidar si Camps no se enteró del desdén de Rajoy hacia estos carteristas de postín, o si estaba enterado pero prefirió hacerse el longuis, lo que sugiere expectativas de grandes beneficios a cambio de los servicios que su jefe de filas había erradicado. Y a la inversa, esto es: ¿Sabía Rajoy que Camps se mostraba comprensivo con la pandilla que él había desterrado de sus dominios? ¿O se trataba ya entonces de una permisividad calculada a la manera de un regalo envenenado?

Pese a la opinión, interesada desde luego, de El Bigotes, acerca de las virtudes oratorias de Camps, según se escucha en las curiosas grabaciones citadas, lo cierto es que nuestro ahora triste presidente parece más aficionado a hacer alarde de ellas en conversaciones privadas que en las sesiones parlamentarias, donde hasta un Rafael Blasco cualquiera podría hacerle sombra. Seguro que el tal Bigotes tiene más labia para hacer colar sus detallitos. Más allá de esas minucias de nada (qué son cuatro trajecitos apañados al lado de la pasta que maneja esta gente en los Presupuestos), cuando Camps finalmente habla, después de la espantosa romería de la Santa Faz, es para balbucear que todo se sabrá a su tiempo, si Dios quiere. Se ve que no confía mucho en el apoyo de los suyos cuando tiene que recurrir a Dios, que también, por otro lado, es suyo, aunque quizás algo más de Cotino, concuñado de Él de toda la vida. Sostengo que el presidente político de una comunidad autónoma, o de lo que diablos sea, no puede delegar sus responsabilidades en la intervención divina para resolver un presunto caso de muy cutre corrupción política así como así, y quiero suponer, contra toda evidencia, que las instituciones políticas de esta comunidad son laicas por naturaleza hasta que Dios disponga lo contrario, asunto en el que hasta la fecha el Altísimo en persona ha preferido no personarse. Así que creo que esa palabrería institucional (todo lo que dice Camps, grabado o no, lo es, cuando afecta a la institución que con tanta gracia preside) es el mayor desprecio que jamás se haya hecho a Dios, a sus representantes en este mundo y a los votantes que no confían precisamente en la intervención divina para llegar a fin de mes con su único traje de entretiempo. Y, encima, las terminales valencianas de la Conferencia Episcopal no han dicho ni esta hostia es mía ante semejante atropello cívico, como si Dios fuera la caricatura ocasional del primo de zumosol. Nada de metáforas sobrevenidas sobre el César y su mujercita. Se trata de Camps y de El Bigotes, que ya es suficiente. Si Dios quiere. Y si no, también.

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