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Europa en la encrucijada

El pasado 29 de octubre, los jefes de Estado y de gobierno de la Unión Europea firmaron en Roma, con toda la solemnidad y pompa de un hecho considerado histórico, el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa. Se trata de un texto compuesto de cuatro partes, que suman en total 465 artículos, y numerosos protocolos y declaraciones anejas. Difícil será que la ciudadanía conozca y comprenda más de medio millar de páginas que, mientras Zapatero y Berlusconi se felicitaban en la colina del Campidoglio, seguía sin estar disponible en ninguna de las lenguas oficiales del estado español.

El gobierno del PSOE ha convocado para el próximo 20 de febrero el primer referéndum ratificatorio de toda Europa. Una convocatoria apresurada con la que pretende "marcar la senda" al resto de países donde la ciudadanía se pronunciará democráticamente, posiblemente más de una vez en contra del Tratado. En España todo parece indicar que la campaña institucional, con el apoyo entusiasta de los medios de comunicación, derivará en un plebiscito en que estaremos llamados a votar Sí o Sí. Se utilizará la demagogia y el maniqueísmo para estigmatizar las posiciones contrarias, que serán tachadas de euroescépticas, y defender el apoyo acrítico a un texto presentado como la culminación histórica del proceso de integración europea.

Sin embargo, ésta no es una Constitución europeísta, ya que refuerza la lógica intergubernamental y el poder de los Estados. Tampoco es una Constitución democrática, porque mantiene al Banco Central Europeo al margen de cualquier control ciudadano. No es una Constitución social, porque impone la liberalización de la economía y el desmantelamiento de los servicios públicos. No es una Constitución que apueste por la paz, porque se vincula con la OTAN y obliga a los Estados a aumentar su capacidad militar. No es una Constitución que garantice ampliamente los derechos y libertades, muchos de los cuales quedan condicionados a las "leyes o prácticas nacionales". Y, más aún, ni siquiera es una verdadera Constitución.

En este último punto, puede ser ilustrativa la comparación con la Constitución española de 1978 que, con todas sus deficiencias, supuso un cambio histórico de la dictadura franquista a un régimen democrático de derechos y libertades. Por el contrario, la llamada Constitución Europea no constituye nada. Se trata simplemente de una refundición y sistematización de los Tratados anteriores, con escasas novedades en cuanto a las instituciones y las políticas, y la adición de una Carta de Derechos Fundamentales de alcance limitado.

En cuanto a su elaboración, aprobación y ratificación, no se ha seguido un verdadero proceso constituyente. El texto final es el resultado de las modificaciones introducidas por el Consejo Europeo sobre el proyecto de una Convención monopolizada por los dos grandes partidos, y sólo será ratificado en referéndum en algunos Estados, en diferentes momentos, y con escasa y parcial información. Completamente distinto fue el caso de la Constitución española, elaborada en su momento con la participación de todos los grupos parlamentarios en un proceso público, y ratificada en referéndum con una altísima participación. Otra diferencia importante entre ambas constituciones es la referida a su posible reforma. Mientras que en la española se requieren mayorías parlamentarias reforzadas y ratificación por referéndum en función de las materias; la europea, en tanto que Tratado y no Constitución, exige la absoluta unanimidad de los veinticinco Estados miembros, y tanto valen para el caso cuatrocientos mil malteses como más de ochenta millones de alemanes.

La inviabilidad de una futura reforma adquiere especial trascendencia toda vez que el Tratado rebasa el objeto propio de una norma constitucional, a saber, el establecimiento de la estructura institucional básica (parte orgánica) y la proclamación de los grandes principios, derechos y libertades (parte dogmática), para entrar a regular con detalle propio de norma reglamentaria los procedimientos de aplicación, y sanción en caso de incumplimiento, de una única doctrina económica "constitucional": el neoliberalismo. Por lo tanto, mientras la Constitución española deja en manos del electorado la decisión sobre la aplicación de unas u otras políticas, pudiendo gobernar desde el PP hasta IU dentro del marco de una economía mixta de mercado; la Constitución europea, si llegara a entrar en vigor, no dejaría opción alguna a la izquierda, por mucho que ganara las elecciones, de aplicar un programa socialista o incluso socialdemócrata.

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En definitiva, por mucho que se empeñen los políticos en el poder, no estamos ante la culminación del proyecto europeo sino ante una de sus principales encrucijadas. Sólo el rechazo del Tratado sometido a referéndum abrirá una oportunidad para dotarnos en el futuro de una Constitución europea verdaderamente democrática, social y avanzada.

Ignacio Blanco y Amadeu Sanchis son miembros del Consell Polític de Esquerra Unida del País Valencià.

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