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Columna
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Excusas e imposturas

Los términos feminismo e islámico, o feminismo y católico, son como el agua y el aceite: se repelen, se contradicen. Y lo mismo aplicado a cualquier religión, por más que haya creyentes que se posicionen sinceramente por la equidad.

Hace unos días, en el convento de clausura de la Trinidad, en Valencia, discurseábamos sobre mujeres y libertades a cuento del premio que honra la memoria de Sor Isabel de Villena. Que una monja de alta alcurnia, ilustrada, clamara públicamente en favor de la dignidad de sus compañeras de género y abominara de la virulenta misoginia imperante es cosa que merece ser celebrada tantos siglos después. Estoy segura, y sin dudar de su fe, de que la valiente abadesa escribió sobre María Magdalena como otras gentes diseñaban catedrales, componían himnos piadosos o pintaban cristos y ángeles: porque cualquier expresión artística o manifestación intelectual había de macerarse en agua bendita.

Todo lo contrario de lo que ocurre con otro libro, también lúcido y también valeroso, titulado El burka como excusa. Lo vino a presentar su autora, Wassyla Tamzali, una argelina de mediana edad que asegura tener "la historia del velo escrita en la piel". Quiere decir que vivió la pelea de su madre y de su abuela para que ella pudiera pasearse desvelada, y que ahora comprueba con horror cómo la santurronería (salafista o no) emite una serie de mandamientos de conducta que se inscriben en la escalada contra los derechos de la mujer: "El patriarcado feroz travestido de doctrina musulmana". O sea, que se lucha por un modelo de sociedad, no por un trozo de tela, y la imposición (incluso la "voluntaria") del velo es más una cuestión contra la igualdad que un precepto religioso: por eso el burka ha llegado a convertirse en objeto de conflicto a escala internacional.

Vimos cómo parte de las revolucionarias en El Cairo o Túnez cubrían sus cabezas, muchas más que hace un par de décadas. Y alguien debería estudiar dentro de 20 años en qué han mejorado sus vidas tras secundar las protestas contra los dictadores. Seguramente seguirán componiendo lo que Wassyla describe como "cohortes de humilladas que ninguna fuerza de interposición internacional podrá liberar".

Porque a todo esto, ¿qué hace la izquierda europea ante la proliferación de sudarios, allá y aquí? Pues arguye la necesidad de tolerancia y respeto al otro (que no a la otra) para votar contra su prohibición. Y se enfrenta a la derecha a costa de las mujeres, cuya libertad siempre ha sido moneda de cambio. Teme a la incómoda compañía de la ultraderecha, duda, titubea, se contradice, para acabar dejando a racistas e islamófobos la iniciativa antiburka, como si tal aberración no fuera condenable en sí misma.

No se pierdan este libro, del que extraigo la doble conclusión del principio: unos disfrazan el retroceso social de mandato divino, y otros (y lo peor, otras) defienden ese "respetable feminismo islámico" que, como denuncia la autora, solo es un oxímoron, una impostura más.

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