F. Ronda

Hoy hace dos semanas que dimos sepultura a Francisco Ronda en el camposanto de Benissa, allí, entre el cielo y el mar, en mitad de una tierra abrumada de almendros de nieve y de una lluvia hondamente aliada con la emoción de todos. Como decía Bertolt Brecht, sabemos que hay hombres que luchan un día y son buenos, también que hay otros que luchan muchos años y son mejores, pero luego están los que luchan toda la vida; éstos -conviene recordarlo- son los imprescindibles. La cita de Brecht me sirve, esencialmente, para definir a un hombre imprescindible que se murió sin saberlo.
Nos conocimos a primeros de año, cuando empecé a frecuentar esas tierras de la Marina Alta a raíz de un reencuentro íntimo y arrebatador. Quizá también porque parte de mi nueva novela transcurre en los campos y lugares de Benissa y Moraira, la mano de Anna me llevó hasta él. Encontré a Francisco en la paz de su casa, sentado en su sillón de excombatiente, con la cara recién rasurada y un color de prematuro adiós en el rostro y el dorso de las manos. Yo intuía que su batalla con las cosas era una derrota anunciada, pero me conmovía el modo altivo con que afrontaba las ofensivas de su enfermedad. La estrategia de contraatacar hasta el último minuto con la pólvora de su sonrisa (entre pura y socarrona), de reclamar mi afecto más allá de un simple apretón de manos, exigiéndome un abrazo al terminar, un beso en la sien o en la frente antes de marcharme con la promesa de volver en unos días, me ganó como a un niño.
Después me di cuenta de que la vida de los hombres no se ajusta a medidas de tiempo o de espacio, sino a la intensidad con que se apure; y ese mes y medio al lado de Francisco vale, sin duda, mucho más que decenios de brega junto a mortales bastante prescindibles. Llegué tarde a su llamada, un par de horas después de que cerrara los ojos en brazos de Paquita Femenía, la mujer que más le ha amado en este mundo. Yo también le quería, y siento su falta en el corazón y en el paisaje de esa Marina Alta que no es igual sin él, sin el último Carrull de esa saga de hombres buenos, imprescindibles, que habitan las estrellas y nos protegen siempre desde la órbita de su sabiduría.
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