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Columna
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De la FAI a los PAI

El mundo gira más deprisa a largo plazo que las humildes representaciones que nos hacemos de ese mareo interminable, de manera que la velocidad de las ideas, me atrevería a decir que incluso del conocimiento propiamente dicho, por no mencionar ahora las creencias, viene a ser como una estafa metagenética en la que solo los cerebros más privilegiados (que no son muchos, no vaya a ser que se descubra el pastel) se atreven a merodear en los territorios en los que lo que todavía no conocemos impregna lo que sabemos hasta el punto de enmerdar hasta lo indecible la humana conducta humana. Bien mirado, la ley de la gravedad es tanto una ventaja como un engorro, pero nadie puede sustraerse a ella salvo que ande por el mundo exterior muy bien equipado. En cuanto al misterio de que la presunta armonía universal de las esferas celestes vaya a la suya sin molestarse en prestar la menor atención a las observaciones de laboratorio sobre su gloriosa trayectoria, pues bien, quién sabe si esa fastuosa obstinación está inscrita en el cerebro laborioso de las minúsculas hormigas. Basta con volver a ver con atención una película como 2001, una Odisea del Espacio para persuadirse de que el cerebro humano no sabe nada todavía acerca de sí mismo, por más monolitos cargados de inteligencia superior que le endosemos al asunto.

De otro modo no se entiende que ese Hernández Moltó que machacó al remilgado Mariano Rubio en una comisión del Congreso con su "míreme a los ojos" haya terminado prácticamente como su víctima después de doblarse el sueldo graciosamente y de llevar una caja de ahorros a la ruina, como tampoco se entiende que todo un Francisco Camps se meta en un jardín sin gloria a cambio de unos trajecitos de nada, ni que los obispos anden metiendo bulla a cuenta de algunas de las consecuencias de unas prácticas de las que ellos dicen abstenerse, o que la mayoría de diputados cuyo sueldo pagamos entre todos se busquen un sobresueldo mediante actividades muchas veces propiciadas por el disfrute del escaño para el que los hemos elegido. Cierto que la conducta humana es a menudo incierta y contradictoria, pero no eso no es pretexto bueno para justificar contradicciones más bien escandalosas.

Y claro que todo el mundo tiene derecho a cambiar de opinión en esta vida, pero curiosamente se dan pocos casos en los que esas brillantes mutaciones redunden en perjuicios para sus protagonistas. Ni se sabe el número de antiguos ultraizquierdistas de bar de facultad que nutrieron al partido socialista a partir del ochentaydos y que han pasado de la fai al pai como quien dice en un suspiro, por lo mismo que Aznar se rodeó de un equipo de asesores donde pululaban antiguos trotskistas de la cuarta internacional, de la sexta o de la que les echen, en una curiosa premonición del juego que han dado a las corporaciones multinacionales. El irrefrenable impulso a enriquecerse como sea ni parece hereditario ni consta como inscrito en las espirales del ADN, así que debe obedecer a motivaciones algo más humanas que la predisposición química. Pero, como ocurre con la tuberculosis, la predisposición no basta para sufrir el contagio, ya que lo determinante es la intervención del bacilo de Koch. No por ello hay que concluir que algún bacilo todavía no descubierto ronda las meninges de tanto idealista arrepentido, pues de ser así, ni se sabe los que habrían tomado a un Rafael Blasco como víctima, aunque en su caso se lo tiene bien merecido por haber militado en un grupo político de nombre tan horroroso como FRAP, que parece apelativo de payaso cuando más bien resulta trágico.

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