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Columna
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Fallas que no se plantarán

Marzo, marcero y fallero nos mete de bruces en la fiesta que este año incluso se ha anticipado con la revuelta de ciertos vecindarios abrumados por el ímpetu invasivo de los monumentos, casales e iluminarias que no se paran en barra a la hora de enseñorearse de bienes o espacios comunes y privados. Algún tope parece que ha decretado la autoridad para garantizar, cuanto menos, las vías de emergencia, pues ha de resultar -como ha sido- desesperante y patético espicharla en una ambulancia atrapada en calles bloqueadas por el festejo, estando a tiro de piedra del hospital, mientras estallan los trons de bac y acaso suene animoso Paquito el Xocolater. Un episodio que pudo ser una secuencia ideada por Lalo Azcona de no haber sido un lamentable y aleccionador hecho real que conmina a la reflexión y enmienda.

Y puestos a enmendarse, algo habrían de convenir los ingeniosos falleros para, además de la convivencia sin arrogancias con el vecindario, recuperar la agudeza y el desenfado que en ocasiones suelen alcanzar sus monumentos, pero que de manera creciente parece diluido entre argumentos cada vez más inanes. Que esa pérdida de mordiente sea una consecuencia de la internacionalización festera y la atracción turística que se promueve sólo es una explicación de la crítica roma que se practica. Tanto es así que empieza a sentirse la necesidad de unas fallas alternativas capaces de poner guindilla a ese universo lúdico troquelado y políticamente correcto que nunca plantará, por ejemplo, fallas inspiradas en episodios y sucesos como algunos de los que ha decantado la actualidad doméstica reciente.

Por ejemplo, decimos, la imposición del capelo cardenalicio a nuestro arzobispo, Agustín García-Gasco, acendrado vigilante de la ortodoxia. Impagable sería su imagen revestida con los atributos eclesiales principescos en la cima de una falla alimentando el fuego de una caldera inmensa y bullente de la que asoma una multitud de supuestos pecadores entre quienes se distingue el luciferino rostro del presidente Rodríguez Zapatero, presunto culpable de la riada de laicismo radical que nos inunda. El complemento de esta alegoría bien podría ser la Facultad de Medicina no homologada oficialmente que promueve la Iglesia valenciana, escenificada para el caso mediante un edificio al que por una puerta acceden los jóvenes estudiantes con pretensiones de galenos y por otra salen esos mismos alumnos convertidos en curanderos doctos en sortilegios, sangrías, bebedizos, magias y amuletos.

Y la crisis inmobiliaria con la secuela de quiebras y fracaso de tanto promotor espabilado sin excluir alguno de tronío. Un tema que sin duda será objeto de artistas y llibrets varios, pero en los que muy probablemente se eludirá mencionar el papel de las entidades financieras, bancos y cajas, agobiados ahora por los impagos y la falta de liquidez. Un amasijo de grúas convertidas en chatarra podría ser la alegoría del descalabro. Capítulo éste, el del ladrillo, del que no deberían omitirse las hazañas y tribulaciones del insigne arquitecto valenciano Santiago Calatrava, que bien podría quedar representado por un matalafer en plena faena debido a su propensión a fer i desfer, pero siempre engordando el opaco y elástico presupuesto económico de su faraónica obra.

El Ayuntamiento del cap i casal no debe quedar al margen del repaso desenfadado y fallero, sobre todo cuando tantas medallas se cuelga, y debemos admitir que muchas de ellas con mérito. Pero arrastra un lunar negro que le afea la gestión y que consiste en adjudicar a dedo y suponemos que a deudos y amigos el 70% largo de sus inversiones.

Ya nos estamos figurando a la alcaldesa Rita Barberá rodeada de licitantes con las siglas del PP por montera a quienes distribuye el alpiste como a sus propios polluelos. Todo un culto al amiguismo.

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Y nos queda por último una falla que sería la reproducción de una cucaña con los nombres de los juzgados de Nules y de Orihuela por la que escalan sus sucesivos titulares sin que cierren la instrucción de los casos de corrupción pendientes. Un escándalo el cómo sus señorías con sus puñetas se pasan la patata caliente mientras esperan el inminente ascenso que les reserva el escalafón. Todo muy legal y reglado, pero también una vergüenza. Al fuego, pero eterno.

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