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Columna
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Impuestos

No sé si se acuerdan, pero hubo un tiempo en el que pagar impuestos estaba bien visto. No solo porque proveía de los recursos necesarios para financiar los servicios públicos básicos, posibilitando así que las personas con rentas bajas pudieran acceder a éstos en condiciones equivalentes a las de las familias más pudientes. También porque el propio impuesto sobre la renta actuaba, en sí mismo, como un importante factor redistribuidor al exigir a las familias una contribución al erario público proporcionalmente creciente en función de sus ingresos.

De este modo, ambos elementos, gastos e ingresos públicos, se convirtieron en el principal mecanismo de lucha contra la desigualdad y la exclusión social, conformando el núcleo duro de la llamada Economía del Bienestar, uno de los conceptos mejor valorado por los europeos, sobre todo por esa mayoría de población que jamás hubiera logrado un modo de vida digno utilizando exclusivamente sus propios medios.

Y no solo eso. Antes siquiera de que esto fuera asumido por la socialdemocracia emergente, tras la segunda Gran Guerra, ya se había puesto de manifiesto por parte de los economistas que el sistema de recaudación proporcionado por el impuesto progresivo sobre la renta actuaba muy eficazmente como estabilizador automático del ciclo económico, suavizando los efectos negativos del mismo. Se mire por donde se mire, pues, todo parecían ventajas.

Sin embargo, en algún momento del devenir histórico reciente las cosas cambiaron radicalmente de signo, y lo que hasta entonces era considerado por la gran mayoría como un encomiable ejercicio de solidaridad ciudadana, se convirtió de pronto, hasta para la propia izquierda, en una actividad más propia de idealistas trasnochados, pardillos e incautos, propiciando así el avance triunfal del neoliberalismo individualista y privatizador siempre al acecho.

Y lo curioso del caso es que éste ha ganado la batalla sin mover un solo dedo (aunque sí mucha propaganda). Han sido más bien los partidarios del papel redistribuidor del sector público los principales responsables de su derrota. Primero, porque al abandonar toda estrategia de mejora en la eficiencia del sector público y de lucha contra el fraude, la única forma de satisfacer las necesidades de una población en crecimiento (inmigración incluida) es a base de aumentos continuos en la recaudación. Y segundo, porque como la posibilidad de blindarse ante el fisco (sobre todo en España) está en relación directa con la fuente de la renta obtenida, en la práctica, el impuesto acaba recayendo fundamentalmente sobre los ingresos medios o bajos, en su mayoría ligados a la retribución por trabajo, lo que desvirtúa por completo la finalidad última del mismo.

En tales condiciones es comprensible que los políticos de ambas orillas (unos, por convicción, otros, por cobardía electoral) compitan en el ofrecimiento de rebajas en los impuestos sobre la renta y la riqueza, los más explícitos, mientras derivan el grueso de la recaudación hacia los impuestos indirectos (IVA, especiales, tasas), mucho más injustos pero también mucho menos perceptibles.

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La perversa conclusión es que en este país cada vez pagan más, para mantener unos servicios públicos en franco deterioro, los que menos tienen. Justo lo contrario de lo que se pretendía inicialmente. Aceptémoslo, en las cosas del dinero, la derecha siempre acaba ganando. Es lógico, no suele encontrar mucha resistencia.

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