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Columna
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Instantáneas y símbolos

Había motivos sobrados para el asombro y para la indignación, para la protesta y para la reivindicación. El episodio de la censura de la exposición Fragments d'un any en el Museu Valencià de la Il·lustració i de la Modernitat, con su regurgitación de viejos tics autoritarios y el mayúsculo escándalo suscitado entre indígenas y forasteros, ha puesto a cada uno en su sitio. A la Unió de Periodistes Valencians, donde siempre, en la defensa de la libertad de expresión. Al director del centro artístico, Romà de la Calle, con su emotiva dimisión, en el ejercicio de una dignidad que, por contraste, afea más si cabe el embrutecimiento general de nuestra vida pública. A las gentes de la cultura, en el bucle de regreso a una lucha por las libertades democráticas que parecía haber pasado al recuerdo para siempre. A Alfonso Rus, presidente de la Diputación, y a los dirigentes del PP, con la excepción llamativa de Rita Barberá, en las cloacas de un poder sin coraje para tomar posición ante los hechos ni capacidad para justificarlos. Y a los directores de museos valencianos, en el limbo de los pusilánimes, menos ejemplar, si eso es posible, en contraste con la contundente intervención de la Asociación de Directores de Arte Contemporáneo de España. Bien estridente ha resultado, en lo que tiene que ver con este último gremio, el silencio de la directora de un museo otrora emblemático, me refiero al IVAM, ante el desaguisado que se perpetraba contra otro centro museístico ubicado a unos pocos centenares de metros, en la misma ciudad y hasta en la misma calle. ¿Y qué decir de Máximo Caturla, ese diputado que ejecutó el golpe? Si, como decía Sartre, a partir de cierta edad cada uno es responsable de su rostro, también lo es de su reputación y del estigma con el que ha decidido señalarla.

Pero, además, están las fotos, esa decena de instantáneas que el censor descolgó de las paredes, firmadas por profesionales como Vicent Bosch, Benito Pajares, Miguel Lorenzo, Miguel Ángel Montesinos, José Cuéllar, Carles Francesc, Santiago Carreguí y Mikel Ponce, que el público puede contemplar ahora en la galería Tomás March. Imágenes de un año tempestuoso en la política valenciana que, más que un espejo de la realidad en el que Francisco Camps y sus colaboradores no quieren mirarse, son huellas de un relato intolerable para la mala conciencia de quienes se niegan a asumir las consecuencias de sus actos. La huella de lo real, como explicó Philipe Dubois, es la forma en que produce significación la imagen fotográfica. Todas esas instantáneas, publicadas en su día en periódicos de todos los colores, como diría Walter Benjamin, hacen historiable el acontecimiento en su reproductibilidad técnica. Son testimonios fotográficos, en este caso, convertidos primero en iconos de la corrupción política y ahora, tras lo ocurrido, también en símbolos de la libertad de prensa.

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