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Irak entre nosotros

A comienzos del verano de 2003, semanas después de que cayera la estatua de Sadam, aquel icono monstruosamente grande que fue derribado con aparato y pompa en las calles de Bagdad, Mario Vargas Llosa acudía a dicha capital con el propósito de realizar un reportaje de la posguerra para EL PAÍS. Podemos releer ahora esas crónicas en Diario de Irak, un libro en el que están las preguntas fundamentales que nos acucian, aunque las pocas respuestas que el escritor aventuraba estén radicalmente desmentidas por el día a día de un conflicto que a todos nos amenaza. La inminencia de las elecciones en Irak y sus apremios devuelven actualidad a esas cuestiones y al escenario que las incita.

Vargas Llosa se había opuesto a la contienda que había llevado a cabo Norteamérica y se había enfrentado a pesar de la simpatía que dicha nación le inspira, nos inspira. El cese de los combates y la entrada de las tropas en Bagdad el 9 de abril de 2003 avivaron, sin embargo, el anhelo de que pudiera esperarse una solución consensuada. Entre el derribo de la estatua y el viaje del escritor pasaron unas semanas, y ese tiempo ya reveló cuál iba a ser el rumbo de Irak. Se entrevistó con numerosos personajes, con altos mandatarios y con gentes humildes, con responsables políticos, con dirigentes religiosos y con modestos ciudadanos que sólo ansiaban subsistir en una tierra arrasada por la dictadura y por las sucesivas guerras. Pero en ese momento, allí, sólo había atentados, un combate realmente interminable; había caos y devastación y una pléyade de astutos Ali Babás se apropiaban de lo ajeno, de lo que había pertenecido a Sadam y de lo que los ciudadanos no podían proteger; había un arraigo del fanatismo, una colisión, una refriega creciente entre chiíes y suníes. Observando un país sin sociedad civil estructurada y sin consensos básicos, una sociedad en la que a falta de orden brotaban efímeras y voluntariosas instituciones espontáneas, Vargas Llosa se preguntaba: ¿hubo razones para la guerra?, ¿hay futuro?, ¿habrá elecciones y democracia? Un optimismo incurable le llevaba a responder tímida pero afirmativamente. Meses después, el 30 de mayo de 2004, tras las sevicias del ejército norteamericano a los detenidos iraquíes, Vargas Llosa se desdecía con amargura en un nuevo artículo titulado Abu Ghraib, Gaza.

En julio de 2003, a despecho de todo, aún parecía avizorarse algún porvenir; en estos últimos meses, después de los atentados de Madrid y con el inextinguible incendio iraquí, sólo cabe el pesimismo. ¿Por qué razón? Porque lo que empezó como un conflicto convencional (dos ejércitos enfrentados, con uno finalmente victorioso y otro derrotado) ha acabado por ser una guerra inédita en la que se mezclan la resistencia de tipo anticolonial y ese nuevo combate terrorista que abre todos los frentes, que ataca allá donde puede, que lo hace empleando suicidas, una ofensiva que la emprende y ejecuta un enemigo inespecífico, cambiante, no siempre identificable. ¿Se puede implantar la democracia en un campo de batalla calcinado, aún humeante? La circunstancia actual me ha hecho evocar una película, Which Way to the Front? (1970), de Jerry Lewis. Ustedes la recordarán: al principio de la Segunda Guerra Mundial, un rico ostentoso, Brendan Byers III, interpretado por Jerry Lewis, un magnate, en fin, quiere alistarse como voluntario en las tropas del frente europeo. Es rechazado, sin embargo, por un Tribunal del Ejército. Brendan Byers III no renunciará a su sueño, empeñado en ser partícipe del conflicto, como un nuevo y torpe Fabrizio del Dongo en Waterloo. Organizará un ejército financiado por él mismo, una tropa formada por unos pocos, tan ineptos como él. Su propósito era noble: armarse de valor para combatir fieramente al enemigo nazi. Pero... ¿dónde está el frente?

Las guerras tienen frentes, incluso trincheras, enemigos reconocibles, uniformados, alineados, con banderas, con bayonetas. En las contiendas hay artillería y aviación, dos ejércitos combatiéndose y sobre todo unas imágenes censuradas. En Irak no parece haber esto. Se decretó el fin de las hostilidades, se proclamó cumplida la misión, se auguró una reconstrucción, se habló de democracia para el porvenir. De momento, sin embargo, el resultado de dicha operación es un proscenio bélico, un campo de entrenamiento para terroristas y, además, a la vista del mundo entero, con explosiones suicidas que se registran en directo, con ajusticiamientos atroces que se difunden por la Red, pero también con las fotos de Abu Ghraib, que, como decía Michael Ignatieff, no se decoloran con el tiempo: "la de ese hombre cubierto con una capucha sobre una caja, la de esa persona presa del terror ante los colmillos de un perro, la de esa mujer que sin ningún pudor apunta a los genitales de un prisionero".

Según informó Al Yazira hace unos días, el jefe de Al Qaeda, Osama bin Laden, reconocía a Abu al Zarqaui como el jefe de la red en Irak y llamaba a los iraquíes a boicotear las elecciones del 30 de enero. Es, pues, lamentablemente probable que este mes sea el más sangriento de una posguerra que aún es terrorismo, contienda y conflagración. En una declaración rara hecha en mayo de 2003, Georges Bush decía: "Creo que la guerra es un sitio peligroso". Dicha aseveración, tan asombrosa, la han recogido ahora en El libro bobo de Bush, un manual de bushismos, como si ésta fuera una idea majadera, una muestra más de un personaje sandio. Tengo para mí, sin embargo, que sus palabras son una definición exacta, extemporánea, involuntaria, de lo que pasa, un augurio que el propio estadista, sus adláteres y sus asesores áulicos habían olvidado en los momentos triunfales: si los atentados terroristas dejamos de verlos como tales y los declaramos como actos de guerra, entonces no hay una "misión cumplida" como Bush se precipitó a declarar a sus tropas, sino una beligerancia inacabable, un sinfín de atentados, de escaramuzas, de refriegas. O como indicaba Ignatieff, lo que estamos viendo revela "lo difícil que resulta en la práctica ganar una guerra frente a una sublevación local que cuenta con el apoyo de la población ocupada. Al igual que los franceses tuvieron que hacer frente al levantamiento en la Argelia colonial o los ingleses al Mau Mau en la Kenia colonial, Estados Unidos se enfrenta en Irak a una insurrección que no reviste gran importancia en el plano militar pero que es demoledora por su capacidad de socavar la voluntad de las fuerzas de ocupación". En fin, en la España posfranquista o en la Alemania posterior a 1945 lo sabemos bien: las democracias pueden convivir con un enemigo emboscado que atenta cuando puede, pero los sistemas liberales no se implantan mientras las hostilidades no han acabado y las instituciones del Estado no funcionan, que es precisamente lo que sucede en Irak. Es verdad: la guerra es un sitio muy peligroso, aunque lo que no sabemos es, en efecto, dónde está el frente.

Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.

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