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Columna
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Kindle

Ayer se me cayó en la cabeza el grueso volumen de Harry Tompson Hacia los confines del mundo y todavía no me he recuperado. El libro es formidable, pero 823 páginas aterrizando en picado en pleno cráneo desde una altura de dos metros dejan secuelas. Con tantos libros amontonados en los estantes, hace tiempo que me lo veía venir, pero el derrumbe parcial de la sección de grandes exploradores me hizo reconsiderar el asunto, y aprovechando que la primavera es tiempo de cambios, decidí entrar en la biblioteca como Aguirre en la selva del Amazonas. A saco.

Estaba decidida a eliminar buena parte de mis fondos, pero cuando tuve la primera víctima a mano, un manual de curiosidades sobre el mundo animal, caí en la tentación de abrirlo al azar y leí: el órgano sexual de las arañas macho se localiza al final de una de sus patas, y claro, ya no pude dejarlo. Probé a desprenderme de una novela de Millás que tenía repetida, pero el muy bellaco me la había dedicado por duplicado. Entré entonces en la sección de temas políticos, pensando que ahí no tendría tantos problemas de conciencia para descartarlos, pero tal como están las cosas una nunca sabe cuándo va a necesitar una biografía de Churchill. Lo mismo me pasó con una antología de poetas de la Vall d'Uixò. Como brigada Fahrenheit no tengo ningún futuro. Rebusqué furiosa en los anaqueles, levantando nubes de polvo, y al cabo de dos horas todo mi botín librorum expurgatorum se limitaba a seis miserables títulos, entre ellos Los conceptos elementales del materialismo histórico de Marta Harnecker, un catálogo del museo de arte chino de Valladolid y un manual sobre la mermelada de cítricos. Así no iba a ninguna parte.

Pensé entonces en trasladar tomos de la biblioteca a otras habitaciones, el problema es que hay libros hasta en el cuarto de baño y la habitación de los niños la tengo vedada, porque la última vez que se quedaron a dormir mis sobrinos descubrieron, entre la colección Disney, un estudio de Bosch Gimpera sobre los sacrificios humanos entre los mayas y ahora ya no hay quien los contente con Pulgarcito.

Otra opción era hacer book-crossing, pero no tengo corazón para ir dejando los libros abandonados en los bancos de los parques, como una madre desnaturalizada. Entonces se me vino a la cabeza una idea brillante. Cargué los libros en el coche y me los llevé al instituto ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Sería como tener una biblioteca anexa y además podría ver emocionada como tal o cual alumno se embarcaba en la lectura de las comedias de Aristófanes. Es verdad que la jefa de estudios puso una cara rara ante una edición ilustrada del Kamasutra y una guía para el cultivo de guisante pero qué quieren, no todo iban a ser best-sellers.

En cuanto a mí, he encargado un Kindle Amazon, un cacharro que no pesa ni 300 gramos y dentro caben todos los libros del mundo en todos los idiomas, las páginas se pasan moviendo el cursor, además puedes elegir el tamaño de la letra y hacer anotaciones. Los libreros están que trinan. Pero cuando se lanzó el ordenador personal muchos escritores también decían que la máquina Olivetti no iba a desaparecer y ya ven. Si el ritmo de implantación del Kindle es el mismo que el del teléfono móvil, dentro de nada pasará con los libros de papel como con los discos de vinilo. El único problema entonces, como siempre, será contar buenas historias. Un asunto peliagudo, ciertamente, pero tan antiguo como la humanidad.

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