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Columna
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Matar al mensajero

Aún colean los ecos de la pitada al himno durante la final de Copa en Mestalla. ¿Una tempestad en un vaso de agua? Puede ser, pero para el director de deportes del ente, que osó censurarla, el resultado ha sido su cese fulminante. Un caso típico de chivo expiatorio. Como los políticos no se atreven a hincarle el diente a la causa del incidente, la toman con las consecuencias y descargan su malhumor o su impotencia en un señor que pasaba por ahí. Todos sabemos que si se le hubiese olvidado el himno en cualquier campeonato de atletismo, no habría llegado la sangre al río. He leído varias columnas sobre este tema y hay división de opiniones entre los que cubren de improperios al desgraciado que se atrevió a sugerir que el Rey está desnudo y los que quitan importancia al asunto diciendo que el himno es puro folclore y que no hay que exagerar. Bueno, pues ni lo uno ni lo otro. Ese señor hizo lo que le pidieron -implícita o explícitamente- que hiciese. Y si obró así es porque lo nuestro no es normal. No, no lo es. ¿Se imaginan que una parte muy numerosa del público (no dos o tres exaltados) pita el Star spangled banner en Detroit o el Good save the Queen en Liverpool? Aquí pasa algo raro y hacer la del avestruz no conduce a nada bueno.

Los aficionados catalanes y vascos no son inmigrantes como los magrebíes del gueto que silbaron el himno de Francia en un partido contra Túnez. Tampoco fue una pitada espontánea, había sido preparada de antemano. Pero esto es lo de menos. Lo importante es que una parte relevante de esas hinchadas encontró motivos para pitar el himno del país al que pertenecen y en cuya liga militan los equipos de sus amores. Dicen que el himno español no tiene letra y que así aún se aguanta, pero que si la tuviera... Bueno, pues depende. Depende de qué clase de letra. Permítanme un ejercicio de política ficción. Imaginemos que la letra consta de tres estrofas, una en español, otra en catalán, la tercera en gallego y que el estribillo está en vasco (es una idea para la que ni siquiera reclamaré copy right, no teman). ¿De verdad hay alguien que piense que, al llegar la estrofa en catalán, la hinchada culé bramaría indignada? ¿Se imaginan a los leones pitando un estribillo en euskera? Pero por la misma razón lo más probable es que todos entonasen igualmente las partes en gallego y en español. Hasta puede que si el texto en catalán estuviese elegido de forma que ninguna palabra desentonase a los oídos de los valencianos, estos, incluidos los detractores de la unidad de la lengua, lo sentirían como propio. En realidad, si tuviésemos un himno plurilingüe, el contenido de la letra, inevitablemente cursi, como siempre son estas cosas, daría igual. Tranquilos, no me he vuelto loco. Lo de arriba es un juego mental, pero nuestros problemas convivenciales no lo son. En el Parlamento, en los medios de comunicación y en los símbolos comunes solo existe un idioma, a pesar de que el 40% de la población española aprendió otro de labios de su madre. ¿Tan difícil sería que los diputados se expresasen de manera indistinta en cualquiera de los romances peninsulares y que en los medios de toda España conviviesen sin estridencias? ¡Pero, hombre, si se entienden perfectamente sin necesidad de traductor!

Soy de los que piensan que España es mucho más que un Estado, que la historia nos ha hecho compartir penas y alegrías durante demasiado tiempo y que la geografía nos condiciona en exceso como para atrevernos a hacer borrón y cuenta nueva. Pero también pienso que el camino que llevamos nos conduce al despeñadero. Y que es inútil matar al mensajero porque las malas noticias no hay quien las pare.

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