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Naturalmente, Umberto Eco

Hace veinticinco años que apareció Il nome della rosa (1980), traducido poco tiempo después al castellano y a tantas y tantas lenguas. Lo leí en 1983. Me lo había recomendado un compañero de la mili, un tipo refinado y al que imaginaba cultísimo, aquel que se ocupaba de mantener abierta la escueta biblioteca de la sección en la que yo mismo servía al Rey. Mientras un servidor se ocupaba de archivar notas de prensa y de transmitir a los periódicos inverosímiles crónicas de juras de bandera y de renovación de juras, mi compañero leía y leía sin parar, en aquel cuartucho angosto en el que se agolpaban unos pocos volúmenes que nadie consultaba, informes militares del Ceseden, enciclopedias añosas y un maravilloso Pascual Madoz completo, un Diccionario. Yo conocía a Umberto Eco por haber consultado algunas de sus obras mientras acababa la carrera. Mis estudios no tenían nada que ver con la semiótica, pero el fenómeno de la comunicación me interesaba sobremanera...

Cuando leí El nombre de la rosa, quedé simplemente anonadado. En cierta ocasión dijo Umberto Eco que cuando comienza un nuevo curso, con estudiantes recién llegados, se dirige al encerado y con la tiza marca una raya vertical. A la izquierda pone A.C. y a la derecha escribe D.C. Esto es, antes de Cristo, después de Cristo. Es tal la mixtura de referentes, es tal la mezcla de autores y de interlocutores con que se codean los alumnos, capaces de hacer coincidir a Aristóteles y Michael Jackson, que la cronología se desvanece. Por eso, Eco separaba en el pizarrón antes y después de nuestra era: para que los muchachos encajaran hechos, circunstancias y personajes alejados en el tiempo.

Salvando las distancias, podría decir que para mí, para mi formación e imaginario, El nombre de la rosa marca un antes y un después, antes y después de Eco, antes y después de haber leído esa novela, en consonancia con mi primera asimilación de Jorge Luis Borges: una novela que no es excepcional, pero a la que le esperaba una suerte espléndida. Ya sabemos que fue un best seller sin paliativos, que cambió el concepto mismo de novela histórica, que supuso el apadrinamiento masivo de la narración posmoderna. Ya sabemos que era una aleación entre cuento policial y relato filosófico, entre historia y presente, con aquella violencia y aquel trasunto metafórico del terrorismo. Ya sabemos que aunaba géneros (cosa que Umberto Eco ha seguido haciendo después sin obtener el mismo éxito), que halagaba el paladar del destinatario más culto y que satisfacía la demanda de intriga que todo lector común exige, que cortejaba a los pedantes y que entretenía a los vulgares. Ya sabemos, en fin.

Fue tal el éxito que alcanzó, tales las ventas y los elogios que suscitó, que se puso de moda entre la gente más chic ponerle reparos. Que si Umberto Eco no era un auténtico narrador, que si aprovechaba el relato para condensarnos y pasarnos de matute un saber enciclopédico sobre la Edad Media, el que los historiadores habían acopiado o él mismo había aprontado en su tesis sobre Santo Tomás. La verdad es que, desde mi punto de vista, algunas de esas pegas no eran desacertadas: las novelas posteriores de Umberto Eco, del gran Umberto Eco, que he leído con un desinterés creciente, no logran entretener, justamente porque administran a grandes dosis informaciones, noticias y saberes sin que el cuidado de los personajes o de la trama sean excepcionales.

Sin embargo, en aquella primera novela había un subtexto para cultos y había intriga para lectores corrientes; había una reflexión sobre la lectura misma como proceso creativo y recreativo, sobre la risa como elemento disolvente, sobre la cultura popular como expresión carnavalesca, y había una pesquisa policial en la que la abducción era el procedimiento, el recurso propio de un detective; había una investigación histórica o, mejor, una divulgación de conocimientos propios de historiador y había lances propios de la novela popular y del folletín; había guiños a la tradición, citas, alusiones, parodias (Naturalmente, un manuscrito), en verdad posmodernas, y había inocencia narrativa, como si el documento original se hubiera escrito por primera vez con prístina ingenuidad. Pero sobre todo había unos personajes creíbles, con nombres reconocibles e irónicos, aunque también rellenos de humanidad y verosimilitud. ¿Los recuerdan?

Teníamos, por un lado, a Guillermo de Baskerville, monje investigador, el franciscano sabio e intuitivo, culto y erudito, una portentosa mente detectivesca que parecía haberlo leído todo; y, por otro, a Adso de Melk, el álter ego, el narrador que registraba, anotaba y celebraba los hallazgos de su maestro. Era, claro, un homenaje a Sir Arthur Conan Doyle, a Guillermo de Occam y a Charles Sanders Pierce, un cumplido explícito a Sherlock Holmes (El sabueso de los Baskerville) y a Watson, el paciente relator de sus hazañas abductivas: un Holmes medieval capaz de discernir el grano de la paja, el error de la verdad, lo real de su fantasmagoría, el nombre de la cosa... valiéndose sólo de una inteligencia tan afilada como una navaja, la navaja de Occam. Pero del censo de todos los personajes que poblaban aquella novela, recuerdo con emoción a Jorge de Burgos, un bibliotecario ciego, severísimo, circunspecto, contrario a la risa, guardián del saber heredado. Era, otra vez, un homenaje malvado y cariñoso: a Jorge Luis Borges, claro, el vate ciego, el bibliotecario invidente, el hombre que ya tenía todos los libros leídos y que se alzaba frente a la vulgaridad y la repetición chabacana, frente al esquema rutinario. Borges siempre amó la parodia, la cita, la repetición deliberada y la erudición apócrifa. Jorge de Burgos, no: simplemente no podía soportar que el libro perdido de la Estética de Aristóteles viniera a dar razones a quienes se levantaban contra la gravedad impostada y el poder.

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No sé. Cito de memoria, una memoria que quedó marcada por un deslumbramiento y por la ironía posmoderna. No he vuelto a leer El nombre de la rosa desde que cayera en mis manos en 1983. El lunes 26 de septiembre, EL PAÍS entregaba un ejemplar de dicha novela al módico precio de dos euros y medio. Por nostalgia o por pereza, lo volví a adquirir. Mi ejemplar antiguo, el de Lumen, me costó bastante más. Aún lo conservo. No sé si me atreveré a releerlo. Tal vez lo haga si soy capaz de conservar la ironía que aprendí de Eco y que él supo, como nadie, expresar veinticinco años atrás.

Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.

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