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Columna
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Previsiones por castigo

No sé si ustedes coincidirán conmigo, pero yo rogaría a los jefes de Gobierno, ministros de economía, FMI, BM, OCDE, CE, bancos centrales, agencias de calificación de riesgos, y a toda esa pléyade de gabinetes e institutos de prospectiva económica entregados en cuerpo y alma a la tarea de informarnos, mañana, tarde y noche, de la enorme debacle que se avecina, que se estuvieran callados durante un periodo de tiempo prudencial (pongamos, tres meses) y dejaran que fueran "los mercados" quienes tomaran sus decisiones por sí mismos; al menos hasta la próxima comparecencia en bloque de aquellos. No es del todo seguro que las cosas fueran a mejor como consecuencia de ello, pero existen muchas probabilidades de que, en efecto, así sea.

Porque lo que, desde luego, resulta ya insufrible es despertarnos todos los días con una pomposa (e irresponsable) declaración sobre el futuro realizada por algún intrépido especialista en catástrofes financieras, y acostarnos con otra, aún más pomposa e irresponsable, de algún dirigente político o económico, avisándonos de lo mal que va a ir todo pasado mañana. Sorprende que todavía hoy, a estas alturas del cataclismo, tales personajes desconozcan por completo una de las leyes más sólidas de la Ciencia Económica (por no decir, la única); esa que sostiene que todas las previsiones (optimistas o pesimistas) tienen una irrefrenable tendencia a cumplirse.

O sea, que si usted quiere que las cosas vayan peor, solo tiene que informar al personal, de manera más o menos solemne, de que esto es, precisamente, lo que predice su modelo de previsión (es esencial tener un modelo de previsión muy sofisticado para dotar de credibilidad al anuncio), y, de esta manera, tan sencilla como elegante, garantizar su propio éxito.

Habitualmente, este diabólico mecanismo de retroalimentación funciona perfectamente hasta que las empresas empiezan a notar que, en contra de lo que dicen los portavoces del Apocalipsis, a ellas les va un poco mejor (porque están vendiendo más zapatos, por ejemplo) iniciándose entonces un proceso inverso que, con el tiempo, se convierte en incontenible optimismo, avalado por las mismas instituciones (y los mismos modelos) que unas semanas antes vaticinaban el fin del mundo conocido.

Pero si, como ocurre ahora, las empresas no encuentran el sosiego necesario para ocuparse de su verdadero negocio, en medio de esa incontenible epidemia de previsiones a la baja (que se potencian mutuamente) entonces el deseado cambio de ciclo podría alejarse indefinidamente.

Razón por la cual, en momentos tan turbulentos como los actuales, sería harto beneficioso para la Humanidad toda que, quienes dedican la mayor parte de su tiempo a informarnos sobre los tristes avatares de nuestro incierto futuro, ocuparan este más bien en el estudio, el silencio y el recogimiento interior, y nos dejaran en paz durante algunos meses. Nosotros, ya no, pero las próximas generaciones se lo agradecerían.

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