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Columna
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Previsiones

Hacer previsiones sobre el futuro es una actividad entretenida y, en determinadas ocasiones, hasta útil. Sobre todo cuando uno planea sus vacaciones. Pero en el campo de la Economía aquellas deberían tomarse con extrema prudencia, si hemos de atenernos al dilatado historial de fracasos que la humanidad acumula a lo largo de los siglos cada vez que a alguien le da por vaticinar algo de duración mayor de una semana.

Y es que con las predicciones económicas ocurren cosas realmente curiosas. Para empezar, éstas muestran una irresistible tendencia a cumplirse a muy corto plazo. Y la razón es que la línea que separa aquello que la mayoría de los llamados agentes económicos prevén que va a ocurrir, y lo que realmente ocurre, es extremadamente delgada. De tal modo que si existe una cierta unanimidad en la creencia de que los precios de los pisos (o de las acciones) seguirán subiendo lo normal es esperar una reacción compradora dirigida a tales bienes, lo que a su vez provocará, con toda seguridad, un aumento de los precios de éstos, confirmando así las expectativas. Y así sucesivamente, en un movimiento que no parece tener fin. Hasta que lo tiene.

El caso es que, a la postre, resultará difícil saber si el valor de los pisos subió porque en realidad tenía que subir (había un desajuste normal entre oferta y demanda) o porque todos pensaron que iba a subir y entonces los agentes económicos añadieron la variable especulativa a sus pautas de demanda. El hecho es que cuando el optimismo exacerbado se desata e invade la economía, la probabilidad de cometer estupideces aumenta de manera exponencial. Como acabamos de constatar recientemente con la última crisis inmobiliario-financiera.

Dos libros de reciente aparición (F. Trías de Bes: El hombre que cambió su casa por un tulipán, y Oriol Amat: Euforia y pánico) intentan explicar, con bastante fortuna, las claves de dicho comportamiento. Ambos comentan cómo en la Holanda del 1636 se llegó a intercambiar un bulbo de tulipán por una finca, con casa incluida. Naturalmente, todo el mundo piensa que debieron existir razones económicas muy poderosas para que así ocurriera. Como, por ejemplo, el descubrimiento de los ilimitados poderes curativos de los tulipanes, o la enorme rentabilidad del negocio de exportación de este tipo de flores ornamentales. Pero no fue así, en absoluto. El precio de los tulipanes subió hasta niveles astronómicos sencillamente porque todo el mundo en Holanda creía que sus precios iban a seguir subiendo cada vez más (sin que nadie se planteara jamás la utilidad práctica que pudiera tener un maldito bulbo de tulipán).

Claro que si las previsiones son a la baja (como ahora) y se realizan además por organismos a quienes se les supone un gran nivel de solvencia técnica, entonces ocurre lo mismo, pero en sentido inverso. Basta con que el FMI, el BCE o la Reserva Federal, rebajen las previsiones de crecimiento para que los agentes económicos actúen en consecuencia (paralizando posibles inversiones y retrasando aún más el gasto en consumo, por si acaso) y conviertan en realidad aquéllas, confirmando de este modo las expectativas y obligando a realizar otras nuevas aún más pesimistas, que es lo que viene ocurriendo en los últimos meses.

Afortunadamente (o desafortunadamente, que nunca se sabe) la realidad económica tiene siempre un rescoldo de vida propia y acaba imponiéndose a las previsiones. Ocurre algo inesperado y, de pronto, el ciclo cambia de dirección (o empeora todavía más) sin que nadie sepa tampoco muy bien por qué. Y vuelta a empezar.

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O sea, que está bien que se hagan previsiones. Pero mi consejo es que no se las tomen demasiado en serio. Si lo hacen, podrían convertirse en realidad.

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