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Psicología del patriotismo

Basta con leer la prensa de los últimos meses para ver que la cuestión del patriotismo adjetivado se ha convertido en uno de los temas estrella de la temporada. Empezó tímidamente en noviembre y presenta su explosión en las últimas semanas. En torno al patriotismo han hablado historiadores, políticos, sociólogos, intelectuales en general y otros muchos especialistas de la inteligencia del país, que sería imposible citar en su totalidad. No seré yo quien les lleve la contraria, pero confieso que ante tanto adjetivo patriótico no pude resistir la tentación de acudir a mis viejos temas de psicología. Y es que, en estos días, la cuestión del patriota ha vuelto de la mano de la lealtad constitucional y se le ha relacionado con líderes, partidos, experiencias históricas y orígenes de muy diferente pelaje. Estaba convencida de que en mis libros de psicología encontraría una definición algo más simple, con menos adjetivos, sin grandes polémicas ideológicas y fuera de la discusión en torno a su paternidad.

Los psicólogos utilizan la emoción y el pensamiento para distinguir entre patriotismo y nacionalismo. Si el primero se sitúa en el plano de la afectividad, el segundo se coloca principalmente en el ángulo del cálculo y de la comparación racional. Patriota es el que ama a su país, se siente orgulloso de él, está dispuesto a defenderlo y poco más. Inicialmente es una reacción básica, afectiva, irreflexiva, que prende en el ciudadano de forma silenciosa, inconsciente, sin darse cuenta. El nacionalismo, por supuesto desde el punto de vista psicológico, se mueve en el ámbito de la razón, en el esquema lógico de ordenar las cosas por su importancia y otorga a la propia nación el escalafón más elevado. La nación a la que uno pertenece, sea cual sea, es vista como superior a las demás, es mejor que las otras y, a veces, hasta se le concede una misión, un papel primordial en el juego de naciones. Puestas así las cosas, estamos hablando simplemente de pensamiento y de emoción. Y es aquí donde todo se vuelve más complicado. A veces, patriotismo y nacionalismo van juntos como en el caso de Norteamérica, querida por la mayor parte de sus ciudadanos y pensada como la mejor entre las de Occidente. En otras ocasiones la historia impone sus propios traumas, como sucedió en el desarrollo alemán. Por eso Habermas hace terapia con el concepto de patriotismo constitucional. Incluso, en ocasiones, entre la historia y las circunstancias políticas y, también, el propio juego político, han provocado que ni la razón ni el corazón despierten sentimientos positivos o razones valiosas, como posiblemente es nuestro caso. Algo de esto han sufrido también muchos países latinoamericanos, hasta que de un tiempo a esta parte han empezado a sentir afecto, apego y orgullo positivo por lo suyo, aunque sin ningún afán de superioridad. Simple patriotismo sin casi nada de nacionalismo. También los hay muy nacionalistas, aunque de una nación distinta a la propia, al tiempo que tienen escasos sentimientos de patriotismo. Y en esta categoría entran demasiados países, avanzados y más rezagados, democráticos y menos democráticos.

Desde la psicología, hablar de patriotismo constitucional, sea para revitalizar viejos conceptos, como se le crítica al PP, sea para despertar lazos de convivencia pacífica, como se le achaca al PSOE, no es más que un mal invento para nombrar de otra forma sentimientos y creencias arraigadas en la experiencia cultural de un país. Los primeros se arriesgan a despertar viejas trilogías, dramas anticuados y ya superados, olvidados, al menos en el ámbito de la razón, claro, porque en el corazón es otro cantar. Los segundos necesitan la aceptación y aprobación de los ciudadanos y han encontrado una mina de oro en el mundo de las palabras: desde el socialismo libertario pasando por el federalismo asimétrico, hasta llegar al patriotismo constitucional. Pero también juegan con fuego. De hecho, fíjense en qué lío nos pueden meter. El patriotismo constitucional provocará auténticos estados de confusión, porque depende de la constitución que tomemos como referente del patriotismo. Sin ir más lejos, hace unos días, los quince grandes elaboraron la declaración de Laeken. A partir del próximo marzo quieren abrir un debate que se cerrará con la elaboración de un marco constitucional europeo. Otro nuevo patriotismo constitucional. De seguir así, el ciudadano de a pie no entenderá el significado y alcance de sus sentimientos sociales ni, más grave aún, sabrá quién es el objeto de sus apegos y lealtades.

Dada la confusión generada, sería conveniente proporcionar al ciudadano unos cuantos indicadores que le permitan saber si es patriota, nacionalista, cosmopolita o las tres cosas al tiempo, si es que eso fuera posible.

Pues bien, desde las tradicionales escalas de actitudes psicológicas, un patriota es aquel ciudadano que suele estar de acuerdo con afirmaciones como 'amo a mi país', 'estoy orgulloso de pertenecer a mi país', 'aunque no estoy de acuerdo con algunas acciones del gobierno, estoy comprometido con mi país', 'pertenecer a mi país es una parte importante de mí mismo', 'es importante para un ciudadano servir a su país', 'ver izar la bandera de mi país es algo maravilloso'... ¿Y un nacionalista? Pues desde el ámbito de la psicología, el nacionalista es aquel ciudadano que está de acuerdo con afirmaciones como 'mi país es el mejor', 'el primer deber de todo ciudadano es respetar y honrar la historia y tradiciones de su país', 'muchos países deberían imitar el gobierno de mi país', 'la política exterior de mi país debe tratar de obtener beneficios y ventajas sobre los otros'.

Si el patriotismo es amor y orgullo, el nacionalismo debe entenderse en clave de competición y superioridad. Sería un error calificarlos en términos exclusivamente morales, sociales o políticos. Otro error sería verlos completamente unidos o totalmente separados, pero el mayor error es pensar que uno y otro están anticuados y deben ser sustituidos por nuevos términos, ya sea patriotismo constitucional, democracia defensiva, democracia universal o ciudadanía mundial. Ambos elementos existen de forma inevitable en la mentalidad de un país, aunque sería bueno que existieran en su justa medida, de forma equilibrada, sin exagerar el sentimiento hasta el punto de despreciar a otros países, pero también sin pensarse como el mejor entre todos y con destino universal. Más aún, deberían combinarse con cierta dosis de internacionalismo, porque además de la propia tierra y de nuestros conciudadanos, existen otros y también ellos deben ser queridos y valorados. ¿O no era eso lo de la aldea global?¿Se acuerdan? ¡Qué tiempos aquellos! El año pasado, sin ir más lejos.

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Adela Garzón es directora de la revista Psicología Política.

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