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¿Quién teme a Harry Poter?

Hace unos años apareció un volumen que hizo fortuna, tal vez por lo expeditivo de su título: Cuatro buenas razones para eliminar la televisión. Si apagamos el tubo catódico definitivamente -decía Jerry Mander-, podremos evitar los males que nos ocasiona. Según ese diagnóstico, la televisión vendría a ser un estupefaciente, algo que provocaría adición, fantasía hipnótica, confusión entre realidad y ficción. No habría usos diferentes del medio, añadía Mander, sino una recepción igual para un público distinto y distante, afectado sin remedio, sin freno, como un tóxico.

Hace unos meses, en una sección apartada y recóndita de la prensa leíamos una significativa noticia de agencia. A los niños de Rietheim -se decía-, una población del sur de Alemania, se les prohibiría a partir de entonces los libros de Harry Potter. ¿Por qué razón? Porque el consejo de la comunidad evangélica había decretado por mayoría que las aventuras de este jovencito eran perjudiciales para los más pequeños: podían inducirles a creer en la magia y en los espíritus, aseguraba Christopher Schoell, uno de los miembros del consejo. Comentarios semejantes he oído entre católicos de aquí, entre creyentes locales, personas sensatas que se incomodan, al parecer, con los poderes de Potter.

Hay una curiosa coincidencia en los argumentos de Mander y Schoell, a pesar del tiempo transcurrido y de los asuntos diferentes que tratan. Según esos diagnósticos, la televisión y Harry Potter serían una suerte de fármaco, una vía de escape, un filtro que nos sacaría de nosotros mismos, un estupefaciente o una fantasía que nos dilataría, que nos haría perder el control, que nos haría convivir con espectros. La verdad, esos escrutinios se me antojan apocalípticos, pero, lejos de rechazarlos sin más, creo que hay que considerarlos porque aciertan involuntariamente en lo básico, aunque yerren en sus consecuencias. Creo que, en efecto, más allá de sus evidentes diferencias, la televisión y Harry Potter dan salida a una necesidad similar: nos hacen convivir con realidades espectrales, con fantasmas obstinados que forman parte de esa dimensión oculta que está en la realidad y que, sobre todo, está en nosotros, en la psique humana, en esa zona de sombra que también nos constituye. Lo oscuro está en mí, las potencialidades están en mí, pero los fantasmas también, los ideales del yo que me sirven de dique, de expansión y de tutela, los modelos a los que me atengo y con los que me compongo. Entiendo, en efecto, que un clérigo -alguien que, a la postre, vela por la salud de nuestra alma- se sienta incómodo ante los poderes de Potter: al fin y al cabo, son prodigiosos y sus logros no son inferiores a los de un buen milagro de la competencia. Pero hay una pequeña diferencia.

El buen consejero alemán no sabe leer, cree literalmente en los poderes de Potter y piensa que sus infortunados niños no están preparados para distinguir la ficción del mundo empírico. Sorprende la incapacidad hermenéutica que manifiesta, pues hasta el propio Harry, el niño naturalmente dotado de poderes, desconfía de la fantasía, de los magos y de los prodigios y sabe que no nos podemos fiar de las soluciones milagreras. Nuestros jóvenes lectores no leen a pies juntillas confundiendo los espectros con los seres auténticos, pues están investidos de una cualidad crítica que les permite desconfiar de las invenciones. En cambio, lo que Christopher Schoell hace es reproducir los argumentos que se han formulado históricamente en contra de toda ficción: que nos obliga a vivir vidas que no son las nuestras haciéndonos creer en lo que no existe. Admitamos que lograr ese propósito sea la meta de la ficción: suspender el descreimiento de los lectores es el requisito a partir del cual el fabulador erige un mundo posible, empíricamente inexistente, pero que le aceptamos porque nos hace dilatarnos más allá de la vida previsible que nos ha sido concedida. Sin embargo, sus efectos no son perdurables, simplemente porque, después del paraíso artificial, regresamos a la vida de vigilia, tan inhóspita, tan ordinaria, tan esquiva.

Lo que este consejero parece ignorar es que los lectores oponen el escepticismo a lo que se les cuenta y que a los niños no se les convence con cualquier cosa y saben -vaya, si saben- distinguir instintivamente la verdad, lo engañoso, la fantasía y lo verosímil. Si nos tomamos en serio la conclusión a la que llega este buen pastor, habría que eliminar toda la literatura de ficción porque, en definitiva, dañaría nuestro sentido de la realidad y nos llenaría la percepción sensorial de entes inmateriales. De igual modo, lo que Mander no tiene en cuenta es que sus argumentos en contra de la televisión (que si es un tóxico, que si es un estupefaciente, etcétera), de ser verdaderos no son nada originales porque ya se emplearon contra las novelas, contra las ficciones, contra la lectura privada, silenciosa e hipnótica. Pero hay más. Así como no hay dos lectores iguales que respondan al mismo estímulo con la misma respuesta, tampoco hay dos espectadores cuya fruición televisiva sea idéntica. Pues bien, lo que Jerry Mander pretende decirnos no es que haya dos telespectadores iguales: lo que pretende decirnos, nada menos, es que todos respondemos de la misma manera al mismo estímulo porque el medio provocaría idénticos efectos. Pero si algo ha probado la historia cultural, es justamente lo contrario, la vastedad de respuestas, los modos diversos que tenemos de emplear los mismos artefactos, los frenos que instintivamente oponemos a lo que nos desmiente o incluso a lo que nos gratifica.

Si después de lo anterior, aún seguimos pensando que el ejemplo del niño mago es inicuo, que es un mal ejemplo moral, que confunde o perturba la mente de nuestros hijos con ocultismo o con fantasías dañinas, que les llena sus cabezas infantiles de fantasmas, entonces tendremos no cuatro, sino mil buenas razones para eliminar a Harry Potter y, de paso, para apagar la televisión y para compartir el paraíso con Jerry Mander y con Christopher Schoell, el buen consejero. A Stephen Dedalus, el personaje del Retrato del artista adolescente, no le apetecía el porvenir que le reservaban los padres católicos del internado. ¿Qué me prometen por el lado del bien?, se preguntaba. ¿Una eternidad en el cielo en compañía del señor decano? No, gracias, respondía con arrogancia de pecador. ¿Qué nos prometen Jerry Mander y Christopher Schoell?, podríamos preguntarnos nosotros. ¿Una eternidad de cincuenta, sesenta o noventa años por vivir, sin riesgo y sin espectros? Creo que debemos pecar, que debemos leer a Harry Potter y que debemos encender el tubo; pero creo también que no deberíamos empacharnos, que no deberíamos hacerlo todo a la vez. Hay tiempo suficiente: tenemos toda una eternidad para leer y para ver televisión.

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Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia

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