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Relectura de Aznar

He regresado a él y a su libro, Retratos y perfiles. ¿Y qué me encuentro? Liderazgo, liderazgo, liderazgo fuerte como el de Juan Pablo II, o el de Margaret Thatcher, o el de Helmut Kohl, o el de George W. Bush. Eso es lo que repite aquí y allá y, a excepción de las semblanzas dedicadas a sus rivales o a sus familiares, es lo que subraya como cualidad en sus amigos. Si los camaradas de uno lo son porque tienen capacidad de liderar, entonces hemos de pensar que uno tiene pocos y ambiciosos aliados...

En el retrato de su padre, por ejemplo, no se aprecian claramente los sentimientos de ternura del hijo. No parece hacer esfuerzo alguno para recordarlo con la afectividad tierna o irónica de quien es sucesor y a la vez alguien que supera o corrige al progenitor. Sólo alaba en él que fue un hombre bueno así como la rectitud y aquello otro que lo adornó externamente: su profesionalidad en la radio, ese liderazgo del innovador, otra vez. ¿Y de la esposa... qué nos dice? Insistir en que la esposa es muy importante para él es lo normal, pero que lo repita cuatro veces en un párrafo preliminar y breve parece un énfasis excesivo, como lo es también que nos recuerde una y otra vez lo guapa que es -"increíblemente guapa"- y la belleza de la que estaría dotada y por la que sigue destacando, prendas a las que habría que sumar inteligencia y genio.

Hay páginas y páginas de afirmaciones contundentes y obvias, de tópicos ("Praga tiene un encanto especial, lleno de historia y de misterio") y de semblanzas de fotomatón que resultan decepcionantes, de relleno: como las de Putin o Hassan II o Muammar al-Gadafi, etcétera. Aunque el mejor retrato, en fin, es el que hace de sí mismo por vía indirecta: es el capítulo que dedica al Despacho de La Moncloa. No niego que algún lector pueda tener interés en averiguar cómo son por dentro aquellas dependencias, incluso aquella vivienda que no parecía adecuada para una familia. Pero hemos de admitir que destinar páginas y páginas a esto parece irrelevante.

Bien mirado, no lo es: el despacho es el expediente que le permite hablar de sí mismo, pues toma la parte por el todo, por vecindad, por contigüidad, y así, de hablar de dependencias pasa a hablar de su principal inquilino y de la virtud que lo adorna, que es -como no podía ser de otro modo- la del liderazgo. Nuestro personaje sería un líder que sabe ejercer como tal, aunque eso deteriore su imagen hasta hacer de él, presuntamente, un "hombre hermético y desconfiado". Lo cierto es que el liderazgo no lo sacrifica al consenso, como hacen los falsos demócratas, los débiles, los...

Tal vez, todo lo anterior, que supone lectura atenta y anotación, podría habérmelo evitado si hubiera hecho caso a mi primera impresión, la de la cubierta del libro. Ahí está condensado el personaje. ¿Un exceso? Siempre cabría reprocharme que el análisis de la cubierta es una sobreinterpretación del personaje, ya que el montaje no suele corresponder a autor sino al publicitario diseñador. Ahora bien, estoy seguro de que ha sido el propio ex presidente quien la ha autorizado mostrando su conformidad. Así, las letras del nombre, ese "José María Aznar" que encabeza, son del mismo tamaño que las que figuraban en el volumen anterior, pero en este caso resaltadas, enfáticas, apreciables al tacto, con un plata elegante frente al azul del otro libro, que ahora se reserva al título propiamente. No es eso lo más llamativo, sin embargo. Lo sorprendente es el montaje de imágenes de la cubierta, la composición icónica. Como ya sucedía en el anterior volumen, también los perfiles se desvanecen, aunque ahora de una manera más obvia: hay siete retratos que corresponden, de izquierda a derecha, a Fidel Castro, a Tony Blair, a Manuel Fraga, a José María Aznar, a George Bush, a Ana Botella y a Jordi Pujol.

Ustedes lo habrán captado: el ex presidente español está en el centro, como el punto de equilibrio, como el punto de Arquímedes, pero además su imagen es la de mayor tamaño. Mira hacia la derecha y observa con lo que parece suspicacia o desazón, con sombras poco favorecedoras. Salvo Castro, los demás personajes sonríen o incluso ríen, pero Aznar no, Aznar mira algo ceñudo, hosco o malhumorado incluso, quizá algo aturdido. Me sorprende ese narcisismo enfático de quien precisa colocarse en el centro y a mayor tamaño que el resto de los comparecientes. Me llama la atención ese sfumato con que se perfilan los retratos, esos contornos imprecisos que se difuminan, esa neblina... Pero lo que más me sorprende es el lugar secundario que le reserva a Ana Botella. Quienes lindan con Aznar, sus inmediatos vecinos, son Fraga y Bush: quien le dio la alternativa y quien le encumbró en la esfera internacional. Pero hay algo más: si no fuera por la presencia de Castro y Pujol, adversarios a los que se dedica sus respectivas semblanzas, la composición de esas efigies recordaría extraordinariamente a la sucesión de mandatarios que se tallaron en el Monte Rushmore, sito en Dakota del Sur, como materialización del Destino Manifiesto norteamericano. Pero no me hagan caso: tal vez sea pura casualidad o el aturdimiento que me ha causado leer tanto y tan seguido la prosa sentenciosa, grave y campanuda del ex presidente, la prosa que le asea José María Marco, el historiador asistente, el prosista de guardia...

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Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.

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