Relevo tras 16 años en Valencia
Agustín García-Gasco tomó posesión de la archidiócesis de Valencia en 1992, afirmando que no le asustaba la importancia del destino porque "Valencia es como Madrid". Sin embargo, de manera inmediata, su autoritarismo, distanciamiento y falta de tacto provocaron el rechazo de parte del clero y de muchos católicos. Una encuesta de 2001 elaborada por la propia curia concluía que "el alejamiento es cada vez mayor entre gran parte del presbiteriado y el arzobispado y se va agrandando cada vez más".
Desde su llegada se consagró a enterrar cualquier atisbo de renovación o revitalización. Recuperó las peores formas de la iglesia preconciliar y del nacionalcatolicismo, y, según un destacado sacerdote, impone "el autoritarismo propio de un dictador, que no se fía de nadie, que no necesita colaboradores, sino ejecutores de sus órdenes, cambiantes y arbitrarias". Un cura de la diócesis de Madrid, que le conoce desde joven, opina que "su teología es la del poder y su eclesiología tiene como base que la iglesia es el obispo y los demás, súbditos obligados a la obediencia".
Hace gala de su trato asiduo con los poderosos y de su intimidad con los sectores políticos más derechistas. "Se consagra", señala un párroco de Valencia, "a reformular, desde su cátedra, las consignas más radicales del PP, como un activo militante y servidor". Tanto maridaje se transfigura en desprecio a la izquierda. Se ha erigido en azote del Gobierno socialista, al que acusa de "insultar, ridiculizar e infundir miedo" a la jerarquía, de "fomentar hostilidad y confrontación", de propagar "intolerancia laicista" o de "dinamitar" la familia, de haber convertido la educación en "una realidad hostigada". Considerado un "castellanista excluyente" y un centralista feroz, denuncia como ideas peligrosas cualquier reivindicación cultural o deseo prudente de autogobierno. Por ello, frente al Estatut de Catalunya, que, según él, rompería "la unidad, la libertad y la igualdad" proclama la "unidad indivisible de España".
En sus 16 años de pontificado, no sólo no ha aprendido ni a saludar en valenciano, sino que ha ayudado a marginarlo más, al impedir la incorporación del idioma de los valencianos a la liturgia. Consagró gran parte de su mandato a conseguir su deseo de acceder al cardenalato, a propósito del brillante colofón que supuso la visita del Papa a Valencia. Una visita ampliamente criticada por su concepción triunfalista, antievangélica y dilapidadora; su costo, aun desconocido, de decenas de millones de euros, dejó a la iglesia valentina exhausta y sin patrimonio, que se está vendiendo para obtener fondos, a fin de dotar también la faraónica Universidad Católica, otro acicate para su promoción personal. Con la archidiócesis paralizada y convertida en un rebaño sin pastor, un mosaico de tantas taifas como parroquias, con un clero desanimado, encerrado cada uno en su parroquia, ha conseguido, poner a una buena parte de un colectivo tan diverso de acuerdo en una cosa: el rechazo a un pontificado que califican de nefasto para cuyo fin llevan años rezando.
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