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Columna
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Retrato feo

Un gran fotógrafo, Ricardo Martín, me manda un libro suyo: Sostener la mirada. Imágenes de La Alpujarra es su título. Data de 1993 y cuenta con un texto muy perspicaz de Antonio Muñoz Molina. En el volumen se suceden las instantáneas que Martín hizo a distintos individuos de esa región andaluza. ¿Posan? Ante el objetivo de la cámara es difícil no hacerlo. Siempre buscamos nuestro lado más favorecedor, la sonrisa que nos distingue o la seriedad que juzgamos conveniente.

Ricardo Martín capta la pose que ellos quieren dar de sí mismos y el lugar de su residencia. A los alpujarreños los vemos en sus casas, digna y pobremente vestidos, con indumentaria campesina muy rozada, luciendo posesiones antiguas o recientes: un Sagrado Corazón, un televisor gigantesco, unos peroles desportillados, unos muebles de formica con tapetito. En las paredes interiores de algunas viviendas aún se aprecian humedades y desconchados de otro tiempo. Todo es humildísimo y viejo. Punto y aparte.

Hace unos años, Adolf Beltran escribió un volumen en el que reunía un catálogo valenciano de horrores muy modernos: fronteras insólitas y coloristas que rompen la visión histórica de la calle o del barrio; edificios colosales de perspectivas temerarias, grotescas, con ese gusto por las pirámides que en Valencia tanto seducen; mármoles o granitos pretenciosos. Sé de lo que habla Beltran: yo mismo habito en un edificio de estética muy discutible. ¿Imaginan que un futuro munícipe decidiera derribar el inmueble en el que vivo para así hermosear el barrio? Con razón, los habitantes y otros vecinos solidarios protestaríamos.

Los tabiques no son únicamente una sucesión de ladrillos. Las paredes sólo enlucidas o ricamente alicatadas son también nuestro escenario cotidiano, el lugar que nos ampara y del que no queremos que nos arranquen. Y eso es así en la Valencia fea descrita por Adolf Beltran y en La Alpujarra modestísima retratada por Ricardo Martín.

Los barrios tampoco son una sucesión de tapias. Los habitantes de El Cabanyal amenazados por la prolongación de la avenida de Blasco Ibáñez residen en casas buenas, malas y regulares, en edificios bellos y en viviendas incluso feas o deterioradas. Pero tienen derecho a vivir allí. En un artículo reciente, Vicente L. Navarro de Luján se retrataba: proponía seguir adelante con dicha prolongación para embellecer la zona. "Los propios vecinos", añadía, "ven esta actuación como una forma de dignificar el barrio, sanearlo y hacer de él una de las zonas con más futuro de la ciudad". ¿Ah, sí? La verdad es que el columnista mostraba dudas e inmediatamente precisaba los perfiles de la foto: todos los vecinos..., "salvo acaso los afectados directamente por la prolongación".

Menuda perífrasis; menudo retrato.

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