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Reportaje:

Silencio con acordes de guitarra

Una escueta lápida recuerda en Benafigos a Melchor Marín Montserrat, que de monaguillo en su infancia pasó a las cárceles franquistas en la madurez

Ni artísticos mausoleos ni suntuosos sepulcros donde descansen próceres acaudalados. En el pequeño camposanto de Benafigos, brillan la limpieza y la humildad. En sencillas lápidas y escuetas inscripciones se repiten los apellidos Agut, Viver, Monferrer, Escrig, Barreda, Aparici y otros similares, pertenecientes a los clanes familiares de L'Alt Maestrat y L'Alcalatén. Desde ese cementerio, se otea un paisaje señorial y abrupto, manchado con el verde del pinar, del enebro y de la encina, se distinguen las estribaciones montañosas de la costa valenciana, los valles centrales, el Penyagolosa y los molinos de los parques eólicos, en las cumbres de Ares o Castellfort.

En el camposanto de Benafigos se vislumbra además, de forma inequívoca aunque tenue por la distancia en el tiempo, la memoria histórica o intrahistórica que dijera Unamuno, del último siglo; de un pasado reciente, y todavía presente en el recuerdo. Ese pasado y presente se inicia en 1912, cuando nace en Benafigos Melchor Marín Montserrat. Viene a finalizar el 2002, cuando fallece. Nueve décadas marcadas por la Guerra Civil, el silencio de los vencidos, la despoblación en las comarcas del interior, el trabajo, el apego a la música, a la familia, la educación y la cultura como armas de futuro y progreso, por sus convicciones democráticas, la tolerancia y el respeto al diferente.

Siempre cantó en los oficios religiosos los melodiosos himnos medievales
Los últimos 20 años en la vida de Marín fueron una sucesión de satisfacciones

Por expreso deseo del difunto Melchor, el marmolista al que se le encargó la lápida no labró en la misma símbolo cristiano o leyenda religiosa alguna. El anciano sólo quería su nombre, una guitarra, unos pentagramas, unas notas musicales, grabadas junto a sus restos. Elementos que evocaran a un monaguillo con alpargatas y excepcional voz, que trabajó desde su niñez sin poder acudir a la escuela, que aprendía los cantos gregorianos en latín de la liturgia que impuso el Concilio de Trento. Y hablan quienes le trataron de una clara inteligencia.

El niño, el adolescente, el adulto, el anciano, el preso en los penales franquistas de la posguerra, siempre cantó durante los oficios religiosos los melodiosos himnos medievales que inspiraron a Pergolesi, Mozart, Verdi, Brahms y a tantos compositores: el Stabat Mater, el Tedeum, el Veni Creator Spiritus, la Salve Regina y, especialmente el Dies Irae de la misa de difuntos. El Dies Irae, alguno de cuyos compases introdujo Berlioz en su Sinfonía Fantástica, lo cantaba Melchor y encandilaba a las devotas en los funerales. Una de ellas le insistía al cantor para que no se olvidara de ofrecerle la tremenda cuando muriera. Se refería al Dies Irae, uno de cuyos apocalípticos versos habla de la tremendae majestatis, presente el día del Juicio Final. Falleció la anciana vecina de Benafigos, y el ya maduro Marín no pudo entonar el bello canto fúnebre porque el concilio Vaticano II había puesto límites a los ritos tridentinos en latín. Melchor recibía unas monedas por cantar en actos religiosos y funerales. En especies -una docena de huevos, de alto valor cuando no había granjas- recibía el pago cuando, con guitarra o bandurria, cantaba albaes a las mozas o amenizaba festejos profanos. Al fin y al cabo, el sargento republicano que los vencedores encarcelaron aprendió solfeo en el penal.

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La cultura y el aprendizaje, hasta donde las circunstancias y los medios le permitieron, forman un todo con la biografía de Melchor. Ya adulto, aprendió a leer y escribir junto al practicante de Benafigos; el practicante, hace casi un siglo, era a la vez el sacamuelas, el barbero y el erudito en la población. En la larga noche de la posguerra, Marín tenía un establecimiento de ultramarinos en el pueblo, donde vendía una escoba y una aspirina, ponía alguna que otra inyección y le escribía las cartas a algún vecino que desconocía el alfabeto. En 1990, con mano temblorosa y convicción firme, con letra caligráfica inglesa y sin apenas la mínima falta en su redacción, escribe el ex presidiario: "Caí prisionero el 18 de mayo de 1938. Ingresé el mismo mes en el campo de concentración de Corbán (Santander). En octubre del mismo año, ingresé en la cárcel de Escolapios, habilitada como provincial de Bilbao..." Y sigue con buena letra su periplo penitenciario hasta que lo pusieron en libertad en 1942, y regresó a Benafigos agreste siempre, aunque triste y desconfiado por entonces.

Y también entonces cayó el silencio, que no el olvido. En Benafigos, la respuesta al golpe de Estado de 1936 no fue extrema, como en otros rincones de la geografía republicana. Hubo desmanes, pero no ardió la iglesia parroquial. Fueron los mismos miembros del comité republicano local quienes, para evitar los excesos de exaltados llegados de otras localidades, aconsejaron al párroco que se escondiera en alguna masía o cueva cercana. Y así lo hizo el tonsurado sin sufrir daños mayores hasta finalizar la incivil contienda. Todo el vecindario, en un pequeño núcleo rural como Benafigos, tuvo conocimiento de cuanto había sucedido. Pero eran años de miedo y sobrentendidos, de miradas de soslayo y espíritu de supervivencia. Había que seguir adelante y esperar. Nadie le firmó un aval al sargento del Ejército Republicano Marín, que fue militar porque lo empujaron las circunstancias. Sólo en el muy reducido ámbito familiar, en sentido estricto de padres e hijos, mostró Melchor su desazón, pena y luego escepticismo hacia el hecho religioso, por la conducta poco evangélica, puesta de manifiesto por el clero en cárceles y penales de la época. Con todo, nunca hasta su muerte mostró el mínimo atisbo de anticlericalismo, antes al contrario, manifestó hasta el final de sus días su satisfacción por la sincera amistad que tuvo con los párrocos que se sucedieron en el pueblo, incluido el de la posguerra. Siguió cantando en misas, procesiones, romerías y funerales.

Los 20 últimos años en la vida de Melchor Marín Montserrat fueron una sucesión de satisfacciones. Vio a sus nietos acudir a la escuela sin dificultades y estudiar una carrera. Recibió el afecto, la consideración y el respeto de las jóvenes generaciones. Volvió a nacer a sus casi ochenta años, cuando el Gobierno socialdemócrata de Felipe González reconoció su pertenencia y servicio al Ejército de la República. Le molestaba la violencia y, ya con un pie en el estribo, le causaron una enorme tristeza y preocupación los brutales atentados en las Torres Gemelas de Nueva York. Y pocos meses después se largó con su guitarra y sus acordes a contemplar, desde donde sea, el verde blanquecido de los enebros y la mole del Penyagolosa, sin miedo y en silencio.

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