El Strómboli
A una ciudad no la salvan sus puentes, ni su catedral, ni sus fiestas locales, ni mucho menos sus políticos. Donde realmente una ciudad apoya la palanca que la eleva sobre sus cimientos es en la panadería donde cada mañana uno encarga el pan de centeno y sésamo para el desayuno o en el taller de bicicletas de enfrente o en el quiosco del barrio donde el mundo amanece siempre con un comentario a pie de obra o en el videoclub de la esquina. El Strómboli es un videoclub de barrio en la zona de Russafa, gestionado por un tipo con aire a Pablo Picapiedra que responde por Dani y que ha visto más cine en su vida que todos los críticos de los Cahiers du Cinema juntos. No hay ninguna película que haya sido rodada aquí o Kazajstán que no se encuentre en este videoclub. Lo he comprobado personalmente. Una puede llegar a cualquier hora del día o de la noche, con la chaqueta del pijama debajo de la cazadora, porque en la vida hay momentos para todo y a veces lo único sensato que se puede hacer a las tres de la madrugada es prepararse un colacao, tumbarse en el sofá, con o sin manta, y ver cómo Marlon Brando habla con Eve Marie Saint en el palomar de una terraza o contemplar la estación central de Bombay mientras se va internando en la noche a bordo del tren correo. La ficción no es un alejamiento de la realidad, sino la llave secreta para acceder a nuestro mapa de las estrellas particular, porque a veces la vida cae bajo mínimos tan mínimos que es necesario levantar la vista del suelo para no tropezar. Hay días así, todos los tenemos. Días en los que no hay manera de cuadrar un balance, ni de encontrar el adjetivo preciso, ni de que aparezca una maldita llave inglesa en el cajón de las herramientas, ni de que uno se pueda olvidar de cosas de las que no debería acordarse. Para eso está el Strómboli. Llegas, echas un vistazo entre los pasillos con las carátulas de los DVD perfectamente ordenadas por géneros, directores, escuelas y cuando al fin te cansas ya de no saber lo que quieres, entonces te diriges al mostrador donde está Dani detrás de la pantalla de un ordenador y empieza un diálogo extraño y nocturno que tiene más de psicoanálisis que de cine, aunque a lo mejor las dos cosas son la misma cosa como diría Woody Allen. El caso es que al final, no me pregunten cómo, el tipo acaba sabiendo qué película necesitas ver. La busca en la trastienda, la encuentra y en caso de que no exista, se la inventa. Sus principios de profesionalidad son los mismos que rigen para los buenos poetas y los grandes panaderos. Defiende el local como si estuviera defendiendo el Fuerte del Álamo o la cueva de su princesa. Es un friki, claro, no podía ser de otra manera. Pero de esos frikis que hacen que la vida parezca hecha de una sustancia reconocible y chispeante como la cerveza Brooklyn Lager. Decía Harvey Keitel en la película Smoke que cada ser humano debe tener su esquina en el mundo para disfrutar de esa clase de amistad que surge del trato casual. La felicidad que no buscas, pero encuentras. La felicidad que te sale al paso un domingo cualquiera desterrado del infinito como en una novela de Paul Auster. Eso es el Strómboli, la última ventana iluminada al fondo de la ciudad.
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