_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Temperatura moral

La noticia de que Terra Mítica ha cerrado el último ejercicio con unas pérdidas de 11 millones de euros no sorprende en exceso. Desde su inauguración, la economía del parque se ha situado permanentemente en números rojos. Si en alguna ocasión logró librarse de ello, fue gracias a desprenderse de su patrimonio. El proyecto que Eduardo Zaplana vendió como un estímulo para el turismo de la Costa Blanca, ha terminado disputándole clientes a los hoteleros de Benidorm. Son las consecuencias de la mala política. El desembolso económico que la aventura ha supuesto para la Generalidad y las cajas de ahorro es incalculable, y no se le ve fin. En su día, el interés propio de Zaplana hizo que se desatendieran los informes contrarios a la construcción del parque: ahora los contribuyentes pagamos las consecuencias. ¿Cabe añadir algo más? Terra Mítica supuso el inicio de un modo de gobernar en la Comunidad Valenciana del que ahora vivimos probablemente los últimos capítulos.

Las formas de manejarse Eduardo Zaplana y Francisco Camps no han sido tan distintas como en algún momento se ha podido pensar. El talante tan opuesto de ambos pudo causar esa impresión, pero su objetivo era el mismo: la promoción personal. ¿Qué diferencia efectiva hay entre una manera de gobernar que produce Terra Mítica y los grandes eventos que organiza Francisco Camps? Cuando contemplamos ambas trayectorias, ¿no tenemos la sensación de que esos años -años de una extraordinaria prosperidad económica- han sido un tiempo perdido para la Comunidad Valenciana? ¿Qué queda hoy de aquella retórica con la que pretendían convencernos de que éramos la envidia del resto de Europa? Las largas colas que se producen estos días frente a la Casa de la Caridad son la respuesta a esa oratoria vacía.

Se ha comentado últimamente la transformación experimentada por Francisco Camps tras alcanzar la presidencia. El cambio ha sido innegable, pero dudo de su profundidad. Es cierto que Camps ha adoptado con el tiempo un estilo más frío, más distanciado, un estilo que él o sus asesores debieron considerar más apropiado para el cargo. El presidente parecía buscar una auctoritas con la que revestir una imagen que nunca le ha acompañado. Pero si es fácil mudar el aspecto exterior, más complicado resulta un cambio de personalidad. El Camps que ahora se muestra distante y ofrece una cara de perpetua compunción, no deja de ser el mismo que, como consejero de Cultura, aseguraba que el estreno de la ópera Luna convertiría Valencia en "un referente en España, en Europa, en el mundo" y prometía que "todos los valencianos viviremos momentos intensos al más alto nivel cultural".

En este panorama, el asunto de los trajes sobre el que tanto se ha hablado en estas semanas no deja de ser una anécdota. Una anécdota menor. Lo que realmente escandaliza es conocer como Francisco Camps ha gastado -malgastado- nuestro dinero. En menos de cuatro años, este hombre ha derrochado 29 millones de euros en propaganda, y lo ha hecho mientras dificultaba la aplicación de la Ley de Dependencia. No son las facturas de unos trajes, sino las de la Sociedad Gestora para la Imagen Estratégica y Promocional de la Comunidad Valenciana las que provocan vergüenza. Ésa es la verdadera inmoralidad de un Gobierno.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_