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Columna
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Transparencia

Al contrario que los profesores, no se puede imponer servicios mínimos a los estudiantes ni a los padres de alumnos. Gracias a eso, la huelga de la enseñanza pública reveló el martes los perfiles masivos de un malestar hacia la política de la Generalitat que se prolonga desde aquella infame falta de respeto de tratar de imponer la traducción al inglés de Educación para la Ciudadanía. Alega el conseller Font de Mora que su departamento se debe al programa con el que ganó el PP las elecciones, como si la opinión de los afectados, es decir, de los usuarios en huelga de un servicio público, no tuviera el menor peso.

La coartada de Font de Mora, por lo demás, es absurda. Invito a los lectores a imaginar qué preceptos puede contener el mandato electoral del conseller contrarios a acabar con los barracones, establecer una red de educación infantil pública, suplir la falta de profesores, sumar especialistas en lenguas extranjeras, garantizar el requisito del valenciano o actuar contra el alarmante fracaso escolar. Sólo el ensimismamiento en que vive instalado el Consell puede explicar lo que ocurre con la enseñanza, y lo que no ocurre en casi ninguna de las áreas de un gobierno paralizado por la perspectiva de que su presidente sea llamado a declarar sobre su íntima relación con integrantes de una trama corrupta que le habrían regalado algunos trajes.

Ante la negativa total de Francisco Camps y de su partido a ofrecer explicaciones razonables, las revelaciones que el sumario instruido por el juez Garzón va deparando son los aldabonazos de un escándalo que mina poco a poco la credibilidad de la administración y de sus responsables. Pero eso es lo que hay. Y apelar al secreto del sumario como manto protector hecho jirones por las "filtraciones" es un síntoma más de que, en lugar de afrontar responsabilidades, se persiste en el intento de escapar por la tangente. El conflicto entre el secreto del sumario y la libertad de información no es nuevo. Ni lo es que, en el foro agitado de los medios, algunos tachen de "filtraciones" ciertas noticias publicadas por la competencia que serían "exclusivas" en sus manos. El argumento se repite cada vez que un caso de corrupción sacude la fachada eufórica de un político, de una institución o de un partido. Y aciago será el día en que un secreto sumarial obsoleto en su regulación pueda imponerse al derecho constitucional a la información en cualquier investigación que afecte a la gestión de los asuntos públicos, porque nos jugaríamos entonces libertades de primer orden.

La relación entre opacidad institucional y corrupción es fácilmente demostrable. La tenemos, de hecho, ante nuestros ojos. De ahí que resulte cada día más necesaria para la higiene pública una regulación de la transparencia informativa que evite espectáculos como el del esforzado grupo parlamentario de Compromís pel País Valencià revisando papeles uno a uno hasta dar con contratos menores de la Generalitat con al menos cinco empresas de la trama de corrupción de Francisco Correa y Álvaro Pérez. O el bochorno de que Camps resuma su declaración de bienes en un comunicado tras verse retado por el socialista Jorge Alarte, que publicó la suya.

Rodríguez Zapatero lleva por segunda vez esta legislatura en su programa el compromiso de elaborar una ley de transparencia como la que ha preservado hasta ahora en Estados Unidos su dinámica democracia. Creo que hay motivos para temer que esta vez tampoco cuaje el proyecto. Y sin embargo, hay pocas cosas que nos hagan tanta falta.

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