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Columna
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La Valencia cursi

Llevamos semanas esperando la resolución del caso de los trajes de Francisco Camps. Qué digo semanas: meses. ¿Hay indicios o no de cohecho impropio? Mientras escribo esto que ahora leen, aún no sabemos cuál es la decisión adoptada por el Tribunal Supremo. No tengo competencia para enjuiciar un asunto cuyos laberintos jurídicos ignoro. Pero sí que puedo pronunciarme sobre unos hechos que son del dominio público.

Llevamos un año abochornándonos con las grabaciones telefónicas de Francisco Camps y sus allegados. Por un lado está la posible fechoría, la reapertura de la causa que ha de investigar una posible fechoría. Por otro está la familiaridad cursi que mantenían unos supuestos rufianes, unos presuntos delincuentes. Si quiere, Mariano Rajoy podrá seguir amparando a Camps, pero quién podrá olvidar las confesiones del presidente, esas franquezas, esas lealtades y el trato campechano que se gastaba. Por lo que parece, unos obsequiaban espléndidamente y otros se mostraban ciertamente obsequiosos: esto es, agradecidos, facundos, corteses, con desparpajo efusivo.

Podrá salvarlo su partido, pero quién podrá olvidar el parloteo telefónico de Camps, esas verbosidades tan redichas, tan campanudas, sobre la amistad y los huevos del alma. Como soy austero sentí sofoco al leer los extractos de las grabaciones, la llaneza pomposa con la que mutuamente se trataban. Todos, en la intimidad, con nuestros parientes o amigos, podemos ser ridículos. La cercanía facilita los sobrentendidos, la expresión exagerada de los afectos, el derroche ostentoso. Un cariñito sacado de contexto, una ternura verbal o un obsequio hecho al amigo del alma pueden resultar cursis, seguro. Pero no estamos obligados a ser tontorrones con quienes no queremos. Punto y aparte.

Por razones de trabajo he debido leer un libro que ahora les recomiendo, un texto que nos viene muy bien para entender ciertas cosas que aquí pasan. ¿Su título? La cultura de la cursilería. Mal gusto, clase y kitsch en la España moderna, de Noël Valis. El argumento de la obra es polémico: a lo largo del tiempo, numerosos españoles de clase media han colmado la debilidad económica con distinciones afectadas, propias de viejos nobles, o con pompa aparatosa, característica de nuevos ricos. Se ha tratado de aparentar calidad, una categoría. Frente a industriales austeros o inversionistas templados se impone frecuentemente la gente pródiga que presume de fina y elegante, gente a la moda que gusta del fasto y del derroche. No sé. La cultura de la cursilería sostiene una tesis interesante, pero hay algo más. La autora habla de las quimeras de las clases medias, pero no nos dice nada de las granjerías de los pillos, de los pícaros: esa cosa de rufianes rumbosos, tan española, tan valenciana.

http://justoserna.wordpress.com

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