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Columna
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Venganza

Si Spencer Tracy todavía viviera hoy, estoy segura de que le gustaría interpretar el papel del juez Garzón en la película de gánsteres que está montada. Experiencia no le habría faltado. Si recuerdan, en El juicio de Nuremberg el actor daba vida a un viejo juez retirado, Dan Haywood, sobre quien recae la responsabilidad de presidir el proceso sobre el exterminio y holocausto nazi. El caso Garzón no tiene que ver con la política de limpieza étnica llevada a cabo por Hitler, pero mantiene cierta relación puesto que se basa en el criterio de que los crímenes contra la humanidad no prescriben ni están sujetos a la ley de amnistía. Con esa idea el juez se propuso enjuiciar los fusilamientos masivos perpetrados por Franco después de la guerra civil. Existe una trama negra con oscuros tentáculos por distintas esferas del poder y son precisamente los herederos de los que perpetraron aquellos crímenes quienes tratan ahora de sentar al juez en el banquillo.

Hace falta mucha imaginación creativa para concebir semejante barbarie jurídica en un Estado de derecho. Pero así están las cosas. Garzón siempre ha manejado su toga al estilo de los grandes justicieros épicos, como el Llanero solitario, dispuesto a pararle los pies a cualquier villano que se cruzase en el camino. A diestra y siniestra, como debe ser. Terroristas de tiro en la nuca, narcotraficantes con muchos cadáveres en el armario, dictadores de medio pelo, grandes capos de la corrupción política, ladrones de guante blanco, los GAL... Se metió en la boca del lobo y llegó hasta donde nadie había llegado antes. Demasiados enemigos y demasiado peligrosos. Con estos mimbres a ningún guionista le hubiera sorprendido que al héroe le esperase un final trágico como al juez italiano Giovanni Falcone, que persiguió a la mafia sin descanso y ésta en vendetta hizo saltar por los aires su automóvil en la autopista de Palermo un día de mayo de 1992. Pero lo que nadie habría imaginado jamás es que fueran sus propios colegas de gremio los que llevaran a cabo esta venganza, valiéndose de las triquiñuelas legales más rastreras hasta el punto de hacerle el trabajo sucio a los malos de la película. Puede que lo consigan.

Algunos de estos magistrados del Supremo han llegado a la cumbre de la profesión con el ego por las nubes y parece que están encantados de haberse conocido, por eso no pueden digerir que la fama de Garzón les sobrepase. Se la tienen jurada hace mucho tiempo. La envidia crea extraños compañeros de viaje, pero es fatal para el hígado. Ninguno de estos magistrados pasará a la Historia más que con una breve nota a pie de página en la biografía de Garzón.

El poder judicial nunca contó con la simpatía de los ciudadanos, acuérdense de la maldición gitana: "Tengas pleitos, aunque los ganes". A estas alturas nadie es tan ingenuo de pensar que la ley sea la justicia, pero todos sabemos que desvirtuarla de una forma tan burda y utilizarla para venganzas personales es dejar la democracia a los pies de los caballos.

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