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Vigencia y ausencia del contraplán

Para qué nos vamos a engañar: son muy pocos los que creen en la participación vecinal en el urbanismo. Los políticos del ramo en el mejor de los casos la toleran, siempre que se reduzca a cuestiones decorativas. En el peor, la desprecian. Y lo más habitual es que traten de neutralizarla. Quizá la mejor forma de neutralizar la participación de la gente en el diseño de su ciudad puede ser, paradójicamente, la del consenso. Fomentando consensos que no comprometan los intereses dominantes.

En Europa (y singularmente en Holanda) se están imponiendo desde los primeros años 90 los denominados consensus planning, los planes del consenso. Un proceso de consenso es un mecanismo de toma de decisiones en el cual los ciudadanos o las organizaciones interesadas se ponen en contacto con la administración para alcanzar un acuerdo que a menudo llega más lejos que el planeamiento habitual. El consenso existe cuando todos los participantes encuentran que el resultado es, al menos, "realizable" o aceptable. Para lograr estos objetivos la literatura especializada ha diferenciado distintos estilos o tipos: en un caso los planes de consenso estarían basados en la colaboración y el aprendizaje, y en él se concibe el planeamiento como un proceso dirigido a proporcionar nuevos conocimientos. La interacción entre los interesados supone saber escuchar y estar dispuesto a aprender de los demás y desemboca en la invención colectiva de soluciones. Una segunda visión se basa en el pacto y la negociación. En ella cada uno expone sus intereses y busca las posibilidades de compensación en un acuerdo que considere las posibles ganancias de todas las partes. Una tercera escuela está basada (y sorprendentemente lo enuncian como tal) en la persuasión. Consiste en "acostumbrar a la gente" a las soluciones que se proponen desde la administración, mediante una continua interacción entre los diversos sectores y la aplicación de mecanismos como la retórica, el marketing o, directamente, la presión política.

Más allá de los estilos, lo que está claro es que el planeamiento de consenso remite a la cuestión de la democracia. Un asunto tratado por teóricos sociales, como Habermas y Arendt, que se han centrado en el discurso público. Ambos autores piensan que un foro institucional público de discusión y participación es esencial para compensar las presiones del estado y del mercado. Una democracia deliberativa deberá incluir el acceso abierto, la participación voluntaria, la libertad para expresar opiniones y para discutir; pero también para criticar el modo en que el poder gubernamental está organizado. Rawls, en su estudio clásico, describe diferentes condiciones para lograrlo: información adecuada, igualdad política por la que "la fuerza de los argumentos" se imponga sobre el poder y la autoridad, y ausencia de manipulación.

Y aquí es donde entran en juego otras formas de participación que no se fundan en el consenso. Por ejemplo, el viejo advocacy planning, propuesto en 1965 por Davidoff, y ahora complementado con otras fórmulas de "desarrollo comunitario". Ahora se desconfía de las propuestas o invitaciones a participar desde la administración, y se prefiere actuar por irrupción, cuando los propios vecinos consideren llegado su momento. Los mecanismos para el consensus planning están predispuestos a favor de los actores dominantes (los expertos, la administración, los grupos de intereses), puesto que deliberar supone tiempo, energía y dinero del que sólo ellos disponen. Con el advocacy planning se contestaba precisamente la pretensión de que pudiera identificarse un común "interés público" en la práctica urbanística, y reclamaba la promoción prioritaria de los intereses particulares de quienes menos tenían. El argumento básico de este movimiento fue que el planeamiento "comprensivo" perpetuaba de hecho el monopolio de determinados intereses y desanimaba la participación efectiva del resto. Si se buscaba una integración no ficticia difícilmente podía ésta conseguirse con una propuesta única que quisiera englobar los intereses divergentes de una sociedad conflictiva.

El planeamiento debía, en cambio, promover un pluralismo real, que proporcionara idénticas oportunidades a todos los grupos. Abogando por ("hablando en favor de") los intereses peor representados. Para ello debía favorecerse una confrontación de distintas propuestas de planeamiento. Como en un proceso judicial, los urbanistas podían -debían- actuar así como abogados de los intereses de sus clientes, manteniéndolos adecuadamente informados, y defendiendo sus intereses concretos y no los de un supuesto bienestar común. Dado que no hay criterios neutrales, de esa forma se estimularía un planeamiento mucho más rico. El público asistiría a una información con posiciones diferentes bien argumentadas (ése sería el papel del abogado: argumentar en defensa de su cliente aunque lo pudiera considerar "culpable"). La discusión obligaría a los urbanistas a mejorar sus propuestas. Desde luego, un aspecto crucial de este movimiento era su apuesta por las clases más desfavorecidas. No se trataba de que los ricos tuviesen sus abogados (que eran los que podían pagarlos), sino de reclutar abogados para los pobres. Por eso era fundamental una educación de los profesionales en este sentido.

Pues bien. Parece que estamos en uno de esos momentos que precisa, urgentemente, la recuperación del advocacy planning. Ya sabemos adónde ha llevado en tantas ocasiones el consenso urbanístico, más fina o más toscamente formulado. La necesidad del contraplán (el plan definido por los vecinos, redactado por técnicos a su servicio, al margen de los planteamientos oficiales) parece obvia, si se pretende superar el actual estado de cosas. La participación es una forma de acción política. Y concebir la política como un proceso de negociación racional entre individuos es destruir toda la dimensión del poder y del antagonismo en ella y confundir su naturaleza. La pretensión liberal de que un consenso racional sobre cualquier cuestión podría ser alcanzado a través de un diálogo exento de distorsiones (y de toda pasión) sólo es posible "al precio de negar el irreductible elemento de antagonismo presente en las relaciones sociales" (Mouffe).

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Como suele ocurrir, en aras del consenso, se supone implícitamente que los intereses de los individuos y los grupos son en definitiva los mismos; que finalmente se armonizarán espontáneamente. Mas sin conflicto podrá quizá haber orden; pero no justicia. Precisamente la gran aportación de la política democrática es que no escamotea el conflicto, sino que lo canaliza para evitar la arbitrariedad; que no pretende erradicar el poder (lo que sería sospechoso), sino proporcionar espacios adecuados para un ejercicio efectivo de la discusión pública, para favorecer un pluralismo posible. Y semejantes consideraciones pueden hacerse a propósito del urbanismo. También aquí urge recuperar la política; una política que vuelva a confiar en la capacidad de la gente para intervenir en lo que la concierne; que reconozca el conflicto personal o colectivo; y que plantee la discusión descarnada especialmente allí donde la vida es dura y la ciudad no hace concesiones.

Rosario del Caz y Manuel Saravia son profesores titulares de Urbanismo de la Escuela de Arquitectura de Valladolid.

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