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Columna
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La buena educación

Cuando yo era niño, a los cuatro años, nadie hablaba de pedagogía: el maestro nos golpeaba con una regla astillada o con una vara verde, según la culpa. La vara la tenía escondida en un armario del aula. Recibíamos palmetazos en las manos o, si la cosa se ponía fea, algo peor: varazos.

A los ocho años, cuando ya era un muchachito, el profesor me daba capones, es decir, cerraba el puño y con los nudillos me golpeaba en la cabeza. Así nos ultrajaba: con porrazos que aturdían, acompañados de gritos. Recuerdo a un compañero caer desplomado, tal había sido la saña de los coscorrones.

Años después, cuando sobrepasaba los 12, los profesores aún repartían cachetes o sopapos, según la falta. Lo normal era la bofetada, un revés que nos dejaba escocidos, muy escaldados. Algún docente más atrevido nos atacaba con la mano y con lo que tenía a mano: lanzaba proyectiles, es decir, tizas o borradores. La intención no era asustar, sino acertar. Solo lo impedían nuestra maña esquivando el tiro y su falta de puntería.

No describo un mundo extraño ni alejado. Hablo de la Valencia reciente, la de los años sesenta y primeros setenta, en colegios públicos y religiosos de los pueblos y de la capital. Para nosotros y para nuestros padres, la ferocidad parecía inevitable y la aceptábamos con resignación, como si las cosas tuvieran que ser solo así, sin remedio. Supongo que aquellos profesores tan severos tenían una pésima idea de nuestra condición: éramos alumnos decepcionantes y con nosotros no valían las maneras, las formas o la pedagogía, un arte por entonces esotérico. No sé mis compañeros, pero yo me pasaba la semana deseando que acabaran las clases para olvidar las lecciones o las vejaciones.

Pero no todo lo que va mal empeora. En medio de esa furia violenta o de ese rencor antiguo, ciertos profesores comenzaron a destacar: empezaron a tratarnos con deferencia, a aconsejarnos lecturas, a respetarnos, a hablarnos de objetivos y contenidos, de programas y tutorías. Es más, con ellos aprendimos lo básico, lo fundamental: las cuatro reglas, la sintaxis y la buena educación. Se expresaban con un vocabulario distinto, con pedagogía ejemplar y audaz. Por poco no llegamos, pero antes de abandonar el bachiller aún tuvimos la suerte de conocerlos: en mi caso, hablo de Ricardo G., de Rafa C., de Rafa B., de Alejandro S., entonces jóvenes. Ignoro qué ha sido de ellos, pero si me leen quiero que lo sepan: los recordaré siempre, siempre.

Hoy está de moda cargar contra los pedagogos. A ellos se les atribuye el deterioro de la educación, con sus excesos, sus jergas y sus formalidades. Creo, en fin, que es una injusticia. Nadie olvida a un buen maestro, es cierto; pero algunos tampoco olvidamos lo que era el mundo bronco anterior a la pedagogía.

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