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Columna
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A casa

Vocación de mayoría y mentalidad de minoría. El PSPV-PSOE tiene un grave problema de dislocación. Carece tanto de liderazgo como de talento para conseguir lo que proclama. Pero tampoco dispone de coraje y lucidez para propiciar discursos abiertos a la sociedad (en sus filas cunde el pánico ante el de fuera). Sus dirigentes, como el perro del hortelano, ni comen ni dejan comer. El batacazo de las elecciones autonómicas del 27 de mayo ha venido a reflejar con crudeza que la deriva emprendida en 1999 al dinamitar el proyecto de renovación que encabezaba Joan Romero ha encallado en los escollos del aislamiento y la esterilidad, sin que nadie asuma responsabilidades en una catástrofe de tal magnitud.

Es cierto que la avalancha electoral del PP de Francisco Camps ha sido abrumadora. Los populares, con una belicosa manipulación de los complejos colectivos de los valencianos, han reventado cualquier pronóstico. Pero una parte sustancial de su éxito radica en la inanidad del rival, en su falta de eficiencia política. Con un programa sensato, Joan Ignasi Pla no fue capaz de perfilar en público la idea de una alternativa ni de establecer las complicidades ciudadanas que, si no evitar la derrota, hubieran podido mitigar sus efectos devastadores sobre sectores de opinión que asisten descorazonados a la jibarización mental, la descapitalización intelectual y el enquistamiento conservador de la vida orgánica en el principal partido de la oposición. Las excusas de mal pagador que amontonan estos días sus líderes no pueden esconder que, tras el terremoto del 27-M, aun con el moderado repunte logrado por la renovación de candidatos en las tres capitales, la estructura del PSPV crujió donde no se vino abajo con estrépito.

Si es cierto que en democracia la victoria, como la derrota, es siempre circunstancial, también es perentorio atajar las crisis estructurales. De cara a las elecciones generales del año que viene, cuesta entender en qué puede beneficiar al PSOE, al presidente Rodríguez Zapatero y a los ciudadanos progresistas (que son los que, al final, deberían importar) mantener la ficción de la calma interna en un partido carcomido por el enésimo intento de perpetuarse unos dirigentes y cargos públicos con la moral más frágil cada día, el arsenal de ideas más vacío y el instinto de conservación más compulsivo. Nada puede ser peor. Y haría bien Pla en marcharse a casa, para abreviar al menos el patético espectáculo que se avecina.

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