_
_
_
_
_
Tribuna:TRES LIBROS SOBRE LVOV
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La ciudad perdida

Ninguna ciudad existe hasta que no la ha contado un exiliado. Es el caso de Lvov, población ucraniana que perteneció a Polonia hasta la segunda guerra mundial, y a la que cada nación que la ha tenida como objeto de deseo la ha llamado a su manera: Lwow en polaco, Lemberg en alemán, Lviv en ucraniano. En cualquiera de estos idiomas, pero especialmente en los eslavos, resuena no como un topónimo vacío sino como un destino de un exotismo insuperable, un lugar que deberíamos visitar tarde o temprano, quizá la plaza donde la muerte nos espera mientras nosotros la imaginamos en sus antípodas. Tres escritores polacos han convertido Lvov en su Combray. Estos escritores son Stanislaw Lem, Józef Wittlin y Adam Zagajewski. En pocos meses de diferencia, tres editoriales españolas han publicado traducciones de sus libros, en una coincidencia feliz y multitudinaria.

Son volúmenes muy diferentes. El castillo alto (Funambulista), para empezar, es una autobiografía y se centra en los años de escolaridad de Lem (quien, como Zagajewski pero a diferencia de Wittlin, nació en la propia Lvov). El hombre que nos hizo penetrar en otra dimensión de la ciencia ficción con aquella maravilla llamada Solaris, rememora aquí una experiencia categórica. Como pieza genéricamente memorialística es remarcable, pero como evocación de unos años decisivos es exacta, hilarante, provechosa y profunda.

Leyendo a Lem se llega fácilmente a la impresión de que la escuela siempre ha sido una batalla y por lo tanto no es cierto que el desastre actual represente una novedad significativa. Lem cae simpático porque no se autocensura: "El niño que fui me interesa y al mismo tiempo me alarma". No evita ni siquiera los minuciosos episodios de buylling con que sometían a los débiles de la clase y lo hace con términos que hoy pondrían los pelos de punta a más de cuatro pedagogos remirados: "El niño de mamá se elegía por veredicto. No era algo oficial, aunque su elección era incuestionable. El candidato ideal era un niño gordo y torpe, y fácil de maltratar. No con crueldad, sino únicamente recordándole su rango. Si aceptaba su papel, podía llevar una existencia perfectamente razonable".

No falta una referencia a los clásicos juveniles que lo impactaran: Verne, May, Sienkiewicz, H.G. Wells, Pitigrilli (también Sartre, en Les mots, hace listas semejantes, o Coetzee en la primera parte de su autobiografía. Pero ya ha llegado el día en que los adolescentes emerjan al mundo real sin haber leído nunca un libro de Julio Verne o de Emilio Salgari). Y sobre todo la presencia vivificadora, salvífica, de ese Castillo Alto, el lugar donde se reunían los colegas cuando se anulaba una clase porque el profesor se había sentido indispuesto: "Una de esas sorpresas maravillosas que el destino sólo proporciona en determinadas ocasiones".

He aquí una gran parábola de la enseñanza. Y quizá lo que algunos ya sospechábamos: que sólo se beneficiarán de ella realmente -artísticamente- aquellos que aprendieron a sabotearla.

La ciudad de Józef Wittlin (Mi Lvov, Pre-textos) pertenece a otra esfera. El hombre que confiesa cómo le gustaría que sus antiguos conciudadanos le dedicaran una calle bajo el mismo Castillo Alto donde hacía novillos Stanislaw Lem, evoca la ciudad de las catedrales y de los cafés, una atmósfera tiernamente burguesa donde la vida es fácil y la cultura es una pura emanación telúrica. En ese escenario tienen tanta importancia los lugares como los personajes que conoció. Pero la sombra nostálgica es difícil de evitar. Como él dice, "no es Lvov lo que echamos de menos después de años de distanciamiento, sino a nosotros mismos en aquella Lvov".

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

De los tres escritores que recrean la ciudad, es Zagajewski el estilista más fino. No en vano es un ensayista fogueado, sutil, penetrante e imaginativo, con una prosa diáfana y soberbiamente ordenada. La pieza que dedica a Lvov se llama Dos ciudades y la publica Acantilado. Como la abandonó a los cuatro meses es difícil operar con ella ninguna estrategia de mitificación. Habla, pues, de la "ciudad extraordinariamente bonita" que ha florecido en boca de sus familiares. Él se centra, sin embargo, en la vida en Gliwice, la urbe posalemana y después polaca donde son acomodados los desplazados lvovitas. Naturalmente, Gliwice no tenía ni punto de comparación con Lvov. Era una ciudad "más pequeña", "industrial", "insignificante". Nada que ver con la señorialidad de su lugar natal. Zagajewski no tarda en percatarse, sin embargo, de que sus familiares no han abandonado realmente Lvov. Pasea por las calles de Gliwice con su abuelo y se da cuenta de que cada uno de ellos, el anciano ensoñado y el niño ávido, camina por una ciudad distinta. Este impalpable desgarramiento es el motor de su extraordinaria evocación.

La ciudad que se debe abandonar siempre es la más bella del mundo. En las calles del pueblo que es cubierto por las aguas con la construcción del pantano siempre resonará el eco de nuestra infancia alborotada. Polonia no ha perdido Lvov -ni tan siquiera Europa-. Lvov se ha ganado para la Literatura, y eso es una conquista irrebatible.

Debió ser, en verdad, una ciudad interesante. El lugar por donde han pasado griegos, armenios, italianos, alemanes, polacos, judíos y ucranianos. La ciudad imponente de las tres catedrales, la latina, la ortodoxa y la armenia. Las calles, no lo olvidemos, vaciadas brutalmente de judíos por los ocupantes nazis -ayudados por los colaboracionistas ucranianos- durante la vesania europea. Sólo Wittlin, por cierto, tiene frases delicadas para la masacre antisemita, tan reciente aún cuando lleva a cabo la primera redacción de su libro, en 1946.

Es extraña la coincidencia de estas tres evocaciones en tres libros surgidos casi al unísono, uno publicado en Madrid, el otro en Valencia y el tercero en Barcelona. Estos textos han obrado el milagro de hacer emerger Lvov de entre las aguas del olvido. Se ha incorporado, así, a nuestro imaginario de ciudades míticas, aquellas donde ya no se puede vivir, pero que suponen una plataforma formidable para poder soñar.

Joan Garí es escritor.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_