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¿Por qué la corrupción?

La degradación política del País Valenciano ha llegado a límites insostenibles con la implicación del presidente Camps y de la cúpula del Consell y del PP en un caso de presuntas contrataciones irregulares por parte de la Generalitat; irregularidades que, además, parecen encontrarse vinculadas con la financiación ilícita del propio PP. Esto provoca un fuerte rechazo por la falta de ética que implica el uso del poder y los recursos públicos para la satisfacción ilegítima de intereses privados que no excluyen el enriquecimiento personal. Además, se ha abierto un debate en los medios de comunicación sobre las causas últimas de la corrupción. La intención del presente escrito es la de apuntar algunas razones que, a mi parecer, expliquen la generalización de esta lacra y la centralidad que ocupa en el modelo político valenciano. Se trata de razones que habitualmente no aparecen en las reflexiones que he escuchado o leído hasta ahora sobre la cuestión.

Un modelo asentado en la construcción es una fuente generosa de corrupción política

No voy a insistir en las razones éticas. Es evidente que cualquier persona honesta que crea firmemente en los principios democráticos y comprenda cuál ha de ser la finalidad de los recursos públicos, ha de rechazar sin contemplaciones cualquier forma de corrupción y de despilfarro del dinero del Estado. La fiscalidad se establece para satisfacer los servicios a la comunidad y nadie tiene ningún derecho de malversar los recursos que se obtienen en aras de intereses privados. Sin embargo, habitualmente la crítica suele agotarse precisamente en razones de ética individual, lo que oculta el origen de estas extensas tramas de corrupción. Cuando se trasciende este estadio y se pretende entender cuáles son las causas de fondo que explican la corrupción, la argumentación acaba descansando sobre dos elementos exclusivamente.

Los problemas de financiación de los ayuntamientos es el primero. No hace falta decir que los municipios se encuentran atrapados en un parany: han de satisfacer una buena parte de los servicios a los que tiene derecho la comunidad pero, al mismo tiempo, no disponen de los recursos adecuados para hacerlo. La pregunta que nos tendría que venir a los labios es: ¿por qué? Es decir, ¿por qué no se resuelve de una vez esta cuestión que es una de las más graves asignaturas pendientes de la transición democrática? Otra pregunta podría conducirnos a la pista de esta incomprensible situación: ¿quién sale beneficiado? Volveré sobre el tema.

El otro asunto es el de la financiación de los partidos políticos. Del pacto de la transición, la mayor parte de las sociedades que conforman el Estado español surgieron en un grave estado de inmadurez política. Padecemos un subdesarrollo de la sociedad civil que afecta de forma especialmente intensa a los partidos políticos. El franquismo nos legó un menosprecio ciudadano hacia la política que afecta nuestra salud democrática. Los partidos acaban nutriéndose, esencialmente, de las arcas públicas y esta es una grieta por donde se filtra la corrupción. Lógicamente hay que regular (y vigilar) más aún esta cuestión para evitar los males que se derivan. Pero aún nos tendríamos que hacer una pregunta más: dejando a un lado a los propios políticos corruptos, ¿quién más se beneficia?

Me imagino que ya comenzarán a adivinar por dónde quiero ir. En última instancia, y sin querer despreciar otras razones, el alimento de la corrupción es el propio modelo económico, en manos de determinadas oligarquías empresariales y financieras. En España las plusvalías derivadas de la decisión administrativa de recalificación del suelo (que es el principal determinante de su valor ulterior de mercado) son privadas en un 75%. Esta herencia del franquismo, ligeramente corregida por los Parlamentos democráticos, es insólita. Si es una decisión pública la que determina el valor, los beneficios que se derivan tendrían que ser públicos, como ocurre en toda Europa. Corregir este despropósito incrementaría la financiación de los ayuntamientos (multiplicando por cuatro los recursos obtenidos de cada metro de suelo recalificado) y disminuiría radicalmente los beneficios extraordinarios (pagados por los compradores de las viviendas) y, con ellos, uno de los principales incentivos a la corrupción.

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Un modelo económico asentado sobre la base de la construcción y una tendencia creciente a la privatización de los servicios públicos es una fuente generosa de corrupción política. Fíjense bien: las decisiones públicas pondrán una gran cantidad de recursos públicos (o que tendrían que serlo, en el caso de la construcción) en manos privadas. El sistema se retroalimenta y, además, genera infinitas modalidades de clientelismo que asegura el silencio y, también, la aquiescencia de sectores sociales importantes que se benefician (aunque, en la mayor parte de los casos, de las migas, en forma de un puesto de trabajo no demasiado bien remunerado y frecuentemente precario).

No nos podemos limitar a la parte ética del problema. Con ella no entenderemos las dimensiones de esta peculiar corrupción que nos afecta ni su capacidad de extenderse y/o regenerarse. Eso no exculpa a los actuales corruptos, amplía los cargos y los imputados: son culpables de beneficiarse ilícitamente (algunos) y de sostener y defender el sistema del cual son responsables (la mayoría).

Lluís Torró es diputado de Esquerra Unida del País Valencià en las Cortes Valencianas.

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