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Columna
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El crédito de la realidad

Aquí lo que falta es la gran explicación ausente respecto de por qué ocurre todo lo que está sucediendo, de manera que se vuelve a esa cultura de lo fragmentario que reclama una multiplicidad de los puntos de vista para captar el sentido de una globalidad ilusoria que rara vez espera a sus comentaristas para revelar la orientación de sus secretos. Lo estamos viendo cada día en casi todos los medios de comunicación, que cada vez comunican menos sobre las claves de conducta de lo que realmente sucede. Siempre ha sido más o menos de esa manera, sólo que ahora resulta más evidente debido a la enorme descompensación entre las redes de comunicación y aquello de lo que realmente informan. Detalles, fragmentos irrelevantes, flashes soliviantados que en vano tratan de fijar el instante atónito en que la realidad se les escapa de la mano para convertirse en otra cosa distinta, algo que ya no tiene que ver con lo que se decía o escribía, incluso se fotografiaba, cuando la irrupción de lo real es nuestras vidas parecía ser más simple. Nunca lo fue, es cierto, y se necesita de toda la inocencia académica de un Jean Braudillard cualquiera para asegurar que la guerra del Golfo no ocurrió jamás porque la mayoría de sus imágenes no fueron televisadas. La miseria intelectual puede llegar, en efecto, a esos juegos de simulacro que involuntariamente reproducen el supuesto modelo que tratan de desterrar.

Pero las conductas siempre son algo más próximo para quienes las padecen, y ahí hay un filón informativo, es decir, una relación directa entre el comunicador y su audiencia en el encuentro con la veracidad, el único punto de encuentro que debería prevalecer en esa relación tan mediatizada. Por ejemplo, en el caso de nuestro simpático presidente Francisco Camps, o de Asís, como prefieran. Hay grabaciones intervenidas por los servicios policiales respecto de llamadas urgentes a su sastre en Madrid cuando éste se encontraba en plena declaración judicial, y otros indicios que inquietarían seriamente a cualquier persona decente. Una persona, pongamos que el mismo Camps, obligada a considerar que el pecado de un creyente no es un obstáculo para su salvación sino un requisito para alcanzarla. En lugar de callar más de lo que ya lo hace, se suelta y dice, en relación con las informaciones de este periódico, que "cada semana hay una mentira nueva, todo es incoherente", sin reparar que es casi exactamente lo que está pasando con su persona y con sus insuficientes declaraciones. Hay, no obstante, algo que desconcierta en este caso. Si, como parece probado, Camps se tomó la molestia de llamar repetidamente a su sastre cuando éste estaba declarando ante el juez, y a sabiendas de que en Madrid ya estaba montado un cierto pollo de teléfonos intervenidos, entonces lo que no se entiende es por qué llama él personalmente y no delega en un propio gestión tan comprometedora. O es tonto, lo que no creo, o no deseaba que nadie aquí supiera de su intranquilidad. Es una conducta extraña, y en cualquier caso impropia de un presidente de Generalitat, porque ¿no tenía otra manera de enterarse de si había facturas de por medio?

Por otra parte, pues claro que hay datos que no cuadran en toda esta historia de presuntos choriceros, pero eso no atenúa la verosimilitud del asunto, porque es lo que suele ocurrir cuando se hace una chapuza estando sus autores persuadidos de que jamás llegaría a saberse nada de eso. Eso aparte de que no parece verosímil que Correa, El Bigotes, o El Mondonguilla sean lectores empedernidos de las ocurrencias de Braudillard y su pasión por el simulacro.

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