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Columna
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La crisis y el transporte

Fuimos muy pocos los que advertimos, ya hace más de una década, que el mito de las infraestructuras acabaría teniendo consecuencias nefastas para el país. Algunos, sin ánimo de autocomplacernos, podríamos llenar una página de este diario con citas propias en congresos, artículos en revistas especializadas o tribunas de opinión en los que señalábamos que superados ciertos umbrales, la contribución de más infraestructuras podía tener efectos negativos para el desarrollo del país, en contra de los tópicos oficiales al uso. Ahora, en 2010, cuando España se sitúa en el primer puesto por kilómetros de autopistas y de líneas de alta velocidad ferroviaria, la crisis ha tenido el efecto de un jarro de agua fía en medio de la borrachera, y se empiezan a escuchar voces desde las alturas lamentando los excesos en actuaciones que no se tienen en pie.

Hay que apostar por modernizar las redes urbanas y metropolitanas

Autopistas infrautilizadas pero que hay que mantener, en algunos casos construidas con ayudas europeas en paralelo con carreteras mejoradas o con otras autopistas de peaje, una red que prometía en la Comunidad Valenciana que todas las ciudades de 20.000 habitantes deberían estar a menos de 10 kilómetros de una autopista, un criterio que nada tiene que ver con la racionalidad de un moderno sistema de transportes. Unas políticas que han estimulado de manera insensata el uso del automóvil y del camión, marginando los medios más eficientes. Y que ha encontrado en las zonas urbanas la paradoja más relevante en materia de transportes: cada vez más deprisa entre ciudades, cada vez más despacio en el interior de las mismas.

Alta velocidad ferroviaria: a pesar de que el ministro de Fomento reconocía recientemente que "hemos vivido por encima de nuestras posibilidades" sigue insistiendo en mantener las promesas (estrictamente políticas, añado) para que "todos los españoles estén a 3 o 3,5 horas de Madrid", otro absurdo argumento en donde el tiempo del recorrido y el centralismo se convierten en el objetivo principal, ajeno a factores ambientales, sociales o económicos. "Nunca nadie expresó personal o colectivamente el deseo de viajar a Madrid o a Barcelona a 350 kilómetros por hora" señalaba no hace mucho Pedro Costa Morata. Pero lo cierto es que una fuerte presión de los grupos empresariales y mediáticos encontró en los sucesivos Gobiernos de Madrid todas las facilidades para ir ampliando el festín que se inició en 1992 y al que nadie quiere ahora renunciar. Grupos insaciables de obra pública que han roto de repente la luna de miel con el ministro Blanco en cuanto éste ha anunciado el tijeretazo.

Es difícil encontrar un proyecto público en el que la distancia entre la propaganda (tan efectiva) y la racionalidad sea tan abultada, mientras poco a poco se ha ido infringiendo al ferrocarril interurbano un daño difícilmente reparable. El señor Blanco anunciaba hace poco el cierre de (más) líneas de ferrocarril convencional infrautilizadas. Desde 1985 se han cerrado en España unos 1.000 kilómetros de estas vías, mientras se ha pasado de 3.000 a 15.000 kilómetros de autopistas (vías de alta capacidad, en el lenguaje oficial). Resulta lícito preguntar ahora al ministro por qué no aplica la misma receta a la red de asfalto que a la de hierro cuando se trata de infrautilización.

Convendría por tanto, estudiar una salida razonable para la gestión del ingente patrimonio de obra pública que tenemos en materia de transportes, incluyendo el sistema portuario y aeroportuario, en donde la dinámica ha seguido idénticos derroteros de despilfarro. Habrá que buscar soluciones imaginativas para rentabilizar socialmente, al máximo, infraestructuras ya existentes, internalizando costes para recuperar parte de la inversión, intentando resolver en la pequeña escala los problemas que todavía padecen millones de españoles en sus desplazamientos diarios. En definitiva, habría que cambiar el fondo y el lenguaje de los hasta ahora denominados planes de infraestructuras para diseñar un Plan de Transportes en sintonía con los que se llevan a cabo en otros países europeos.

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Eso significa plantear unos objetivos de reparto de viajeros y de cargas entre los diferentes modos más compatibles con la calidad ambiental y la racionalidad económica, primando la eficiencia y la gestión. En cuanto al caso concreto del transporte urbano, hay que apostar claramente por modernizar las redes urbanas y metropolitanas, lo que resulta absolutamente incompatible con seguir estimulando la entrada de vehículos privados en las ciudades.

Otra política territorial y de transportes no solo aportaría beneficios sociales y ambientales, sino que liberaría enormes cantidades de recursos para "infraestructura social": vivienda, educación, sanidad, prestaciones sociales, o modernización del mercado de trabajo, en cuyos sectores, por cierto, España se sitúa a la cola de la UE.

Joan Olmos es ingeniero de caminos

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