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DE LA NOCHE A LA MAÑANA
Columna
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El cuento de nunca acabar

La ventaja de los que apelan al Espíritu Santo es que tal ente desdeña manifestarse, de modo que en su abismal ensimismamiento se supone que acepta las tonterías que sus seguidores dicen en su nombre

Bendito Benedicto

No se sabe qué se le ha perdido al Papa viajando a Brasil para meter bronca, como el alto directivo de un negocio que ve con alarma la pérdida de clientela. Pero hay que tener el Espíritu Santo muy bien puesto para decir como si nada que "hay motivos de preocupación ante formas de gobierno autoritarias o sujetas a ciertas ideologías que se creían superadas". Este hombre está en el limbo. Con lo de las ideologías que se creía superadas (obsérvese ese tono como de médico que habla de pandemias que se creían erradicadas) se refiere, claro está, a los rescoldos del marxismo, cuya fecha de origen es desde luego muy posterior a la de la iglesia que el Papa todavía representa. Advierte además del riesgo de que "los monopolios conviertan el lucro en un valor supremo", como si su papado no aspirara al monopolio de la fe entre los que creen en algo. ¿A qué, si no, cree que ha ido a Brasil?

Una biografía autorizada

En un tomo de más de 600 páginas, Esteve Riambau dedica apenas 25 a los últimos doce años que Ricardo Muñoz Suay pasó en Valencia, precisamente los últimos de su vida. El libro no está mal, tal vez algo condescendiente con el biografiado, pero, claro, no se hace una biografía para poner a caldo al protagonista. En cualquier caso, conviene anotar que no habría sido imprescindible hacer sangre para detenerse algo más en unos años que fueron tan cruciales para Ricardo como para muchas de las personas que aquí lo frecuentamos, en especial para el estupefacto mundo de la cultura que creyó ver en sus intervenciones poco menos que los desmanes de un elefante en cacharrería. Los defectos, de sobra conocidos, de Ricardo, se convirtieron en virtudes para quienes aspiraban a heredarlo, y de nuevo en defectos renegridos cuando decidió deshacerse de buena parte de ellos. Y eso también habría que contarlo.

Toma Tomahawk

El Tomahawk es un misil de fabricación norteamericana capaz de alcanzar un objetivo a mil seiscientos quilómetros de distancia con un margen de error de diez metros y en vuelo lo suficientemente bajo para no ser detectado por el radar. La Armada española, es decir, el Gobierno, se dispone a iniciar este verano la compra de 24 de esos misiles por un coste estimado en 72 millones de euros. Una curiosidad añadida a esa sorprendente adquisición es que esos misiles, una vez en activo, no podrán ser lanzados a voluntad por nuestro ejército, sino que los blancos a determinar habrán de obtener el visto bueno de Estados Unidos. Por si esto fuera poco, nadie ha explicado para qué diablos necesita España misiles de tan largo alcance, pues Marruecos está a tiro de piedra, el misil es desproporcionado para cazar terroristas, y no parece que vayamos a lanzarlos contra Irak. Estamos, pues, ante un negocio. Falta saber para quién.

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Todos a votar

Parece una nimiedad, pero de la elección del papelito que el próximo domingo se deposite en las urnas depende la mejora del transporte público y la vertebración de la Comunidad, dar los pasos necesarios para que Valencia entera sea una ciudad armoniosa y de futuro y que la Sanidad funcione como los pacientes mandan, entre otras muchas cosas donde la letra grande de una convivencia próspera se suma a la letra pequeña de los enormes y engorrosos problemas de a diario. El tremendo esfuerzo que durante tanto tiempo Francisco Camps y Rita Barberá han realizado en nombre de los valencianos está más desgastado que la peluca de Andy Warhol, lo que les hace acreedores a la ansiada recompensa de un descanso bien ganado, y nada mejor para ellos y para todos nosotros que agradecerles como merecen los servicios prestados y conseguir con nuestro voto que dediquen su talento a asuntos de los que no salgamos otra vez perjudicados. Están, y nunca mejor dicho, en nuestras manos.

La escala de los mapas

Aseguran los guionistas clásicos que el repertorio de las pasiones humanas, y por tanto de posibles argumentos, es muy limitado, y los más osados los reducen a siete, número que coincide con los pecados capitales. Pese a no ser experto en la conducta de la conducta, llama la atención que la mecánica del conocimiento esté sujeta a transformaciones radicales que nada tendrían que ver, sin embargo, con las creencias de sus protagonistas. Es un problema que Swift resolvió en Los viajes de Gulliver recurriendo a la diversidad de escala de distancias y tamaños. Pero ¿qué decir de esa escala total y nada satírica de internet donde puedes pinchar la bola del mundo hasta localizar en el mapa virtual el patio de tu casa? Esa objetividad descarnada ¿instaura una nueva urdimbre afectiva o más bien la desdeña para siempre?

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