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Columna
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No demasiado honorables

El expresidente Francisco Camps se sentará mañana en el banquillo acusado, como es sabido, de cohecho pasivo impropio. Una nimiedad penal por la que, sea cual fuere el signo del fallo judicial, ya está purgando la condena en forma de ostracismo y olvido. A lo largo de la vista y en la misma sentencia se argüirá acerca de las indumentarias que han sido su perdición, pero esta, en realidad, se ha ido decantando por otros motivos más graves que la fatuidad de equiparse con un fondo de armario al mejor precio. En verdadera justicia se le pena por su pésimo gobierno, calificado por la arrogancia, la opacidad, el arbitrismo, el despilfarro y la corrupción. Menudo epitafio. Cierto es que en esa depredación de la democracia no anduvo solo, pues algún freno o enmienda debieron de haberle puesto sus colaboradores más próximos o el mismo partido que, a la postre, se han comportado como una pandilla de cómplices y porrompomperos.

No ha tenido fortuna el PP en la elección de sus molt honorables, pues todos hasta ahora han mancillado su honor, o han acabado sumidos en el descrédito. El más brillante y eficaz de todos ellos a nuestro juicio, Eduardo Zaplana, elegido en 1995, gobernó nimbado por la maledicencia y la sospecha. Además, cualesquiera que sea la valoración que nos merezca su tránsito por la Generalitat, toda ella quedó devaluada cuando en 2002, con la legislatura inconclusa, cambió esta poltrona por un ministerio en Madrid, revelando así el carácter instrumental, de mero trampolín, que tenía para él la primera magistratura de la Comunidad. Para la mayoría de los valencianos pudo resultar mortificante que su país no colmase la ambición del intrépido político.

Su designado -que no elegido- sucesor, José Luis Olivas, presidió el Consell tan solo el tiempo suficiente para asegurarse un futuro desahogado y hasta opulento. En el Palau de la Generalitat no dejó huella alguna, pero estos días, precisamente, ha estado en candelero debido a su protagonismo y responsabilidad en la ruina de Bancaja y Banco de Valencia. Un broche aflictivo para una densa carrera política que será recordada preferentemente por los mentados y rotundos fracasos financieros. Otra víctima de la intrepidez al tiempo que una dolorosa muesca en la honorabilidad y currículum de quien nos gobernó.

Y también de rebote ha llegado Alberto Fabra, que tiene la oportunidad de legitimarse por el ejercicio de su gobierno e incluso de sesgar esta mala racha presidencial jubilándose un día con verdaderos honores. O sea, que bien podría sentar un precedente de buena gobernanza y honradez. No lo tiene fácil dada la crisis económica que nos atosiga y el país que le han dejado, hecho realmente unos zorros. Pero, al menos, lo tiene claro. Bastaría con no prolongar o repetir los errores que se han venido cometiendo con esa política descerebrada de derroches y propiciar una democracia más saludable, empezando por practicar la transparencia de los asuntos públicos, sentarle la mano a la corrupción y desdeñar esa retórica tan grandilocuente como ridícula de su predecesor, cuando esta autonomía figura a la cola de casi todas las clasificaciones que miden el desarrollo de una sociedad.

El corolario de lo dicho, a expensas de lo que resultare ser el actual mandatario, revela que la derecha política que nos ha tocado en suerte a los valencianos es lamentable, aunque probablemente se corresponda con la calidad del electorado que devotamente la elige.

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