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Los dientes del héroe

España, eliminada de la fase final de la Eurocopa 2000. Esto -epíteto arriba o abajo- es lo que vinieron a decir todos los medios patrios de comunicación. Si no fuera porque, como nos enseñó a ver Freud, en los supuestamente inocentes deslices involuntarios reside algunas veces el meollo de las cosas, pasaríamos por alto que es la selección de fútbol, y no un país entero, el que hizo las maletas para regresar a casa. Las más molestas de hacer, como tendrán algunos oportunidad de recordar estas vacaciones. Parafraseando a Clausewitz, en la actualidad el fútbol no es sino la continuación de la guerra por otros medios. Pregúntese qué dice el español medio y hallará fácil y rápidamente la respuesta, y además sin necesidad de mediaciones demoscópicas: dice gol. Y ya sabemos (o debiéramos) que las guerras son terreno abonado para héroes y heroicidades. Hace veinticinco años que murió (en la cama) uno de aquellos últimos héroes de aquellas aparentemente lejanas guerras africanas. Ahora, en cambio, cuando el delantero acompaña la pelota hasta la red es gol y es él, desde ese mismo instante, el héroe. El moderno Prometeo viste pantalón corto.Haciendo un rápido trasunto histórico, cabe decir que el futbolista termina por ahora la larga lista que empezaran en su día Ulises o Ajax (vaya, un equipo de fútbol). La necesidad del héroe se cifra en la debilidad humana: el héroe mide inversamente lo que mide nuestra indigencia; su enorme miembro -el de Gilgamesh, por ejemplo- es el reflejo de su fuerza; su fuerza deriva de nuestras flaquezas. La fuerza de uno es sólo un accidente que se deriva de la debilidad de los otros, decía Conrad. La fuerza, en los hombres, es accidental: es decir, episódica. Tiene fecha de caducidad y es relativa, relativa a los demás. Pero la del héroe no es una fuerza fungible. El héroe es un hombre, sí, pero, como diría mi abuelo, està empeltat: es hijo de un dios, o de una diosa. Supongo que eso facilita su deglución social. Al fin y al cabo, un héroe es un representante especial pero específico: sirve a los hombres, es su estandarte. Ante los dioses. Ante las fuerzas inextricables de la naturaleza y del fatum, del jodido destino.

Sobre la necesidad social e histórica del héroe bastan y sobran escuetos datos: todas las culturas lo tienen. Los griegos su Hércules; los sumerios su Gilgamesh; los judíos su Sansón; los romanos -que inventan el mito civil- sus generales; los cristianos, siguiendo la estrategia del suplicio instaurada por su fundador, sus mártires. Más hacia acá, más modernamente, la lógica del héroe también se impone: los científicos tienen su Newton o su Einstein; para los marxistas, estaba su Che; el yuperío ensalzó al ahora denigrado Mario Conde o a Villalonga, su alumno aventajado a lo que parece. Y eso, el común de los mortales dispone ahora de sus futbolistas. Quizás el mito más mito de la modernidad, por su transversalidad: afecta a todas las capas sociales, ricos y pobres, yupis y estetas, cultos o legos, políticos, politicastros y jueces de recamada popularidad mediática. El fútbol, repudiado por cierta izquierda (¿culta y luterana?) como heredero del viejo panem et circenses -por sus virtudes opiáceas-, ha acabado por imponer la lógica del héroe. Ahora resulta que Eduardo Galeano recorría los estadios de fútbol como mi tía abuela paseábase reclinatorios; ahora va y Valdano es un ardoroso seguidor de Borges que entiende el terreno de juego como un laberinto; y, en general, ahora es que hemos pasado de clamar al cielo porque Franco disponía partidos el primero de mayo a ejecutar, con más o menos solemnidad, pinitos de míster frente al televisor.

Y es que, en aquella legítima estrategia contra la oscuridad a la que llamamos Ilustración (o Iluminismo) que ha derivado en nuestras igualmente infelices pero ahora racionales sociedades, se olvidó algo. El programa (tácito, implícito) de los ilustrados era conseguir la felicidad del individuo -y, por ende, de la sociedad- a través de la razón. Pero arremetieron con todo. Es, al fin y al cabo, fruto de la sencilla pero contundente lógica del péndulo. Los sentimientos, las pasiones, lo irracional, la debilidad, el miedo, la atrocidad... todo eso quedaba fuera del jergón ilustrado. Y ahora ha vuelto, con violencia, a reclamar lo que siempre ha sido suyo. Por eso un economista como Hirschleifer decía que "las finalidades que hombres y mujeres buscan incluyen no sólo pan y mantequilla, sino también reputación, estatus, sexo, salvación eterna, el sentido de la vida y dormir bien por las noches". "Y los medios para conseguir eso también son escasos", concluía. Si, como bien decía Valdano, Maradona jugaba como un dios pero tendríamos que haberle recordado que era sólo un hombre, a los post-ilustrados y panlogistas de diversa índole y especie habría que recordarles que también lo irracional forma parte de ese conglomerado mal fundido llamado hombre.

No cometamos el mismo error, pues: en la actual revisión del doctrinario ilustrado llamada posmodernidad, sería justo y necesario no acabar con todo de una vez. Mejor corregir, reformar, antes que no lanzarse en brazos del estertor crítico, rupturista. Y, por qué no, troquelar su carne en mito para deglutir mejor sus ideas: si Fernando Savater tiene a Voltaire como héroe; si otros, más o menos ácratas y ateos, a Holbach; si una muy querida amiga y mentora mía tiene a su Madamme de Chatelet, yo me pido a Antoni de Capdevila, un errabundo ilustrado catalán en la España del XVIII (lo que tiene pero que mucho más mérito).

El señor Capdevila fue miembro de la Real Sociedad de Ciencias de Göttingen, de la de Estocolmo, de la Academia Naturae Curiosorum; mantuvo correspondencia con Linneo, von Haller, Bergius y otros tantos pesos pesados de la Ilustración, sobre todo alemana. En cambio, por estos pagos, no le reconoció ni el médico, se censuraron sus libros, se le negó el acceso a la Academia. A cambio, eso sí, Capdevila desarrolló un meritorio sentido de la ironía o, mejor, del sarcasmo. Y si no, lean lo que le escribió a su amigo Mayans, otro postergado de la bodeguiya ilustrada española, es decir madrileña: "Los alemanes me tienen por uno de los hombres más doctos y eruditos de España. Los españoles, por loco; lo peor es que me tienen sin comer, pero a mí no se me da nada, porque no tengo dientes". Lo dicho, mi héroe.

Marc Borràs es historiador.

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