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Columna
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Un disparate político

El comportamiento de la derecha valenciana no deja de resultar llamativo. El líder dimisionario da una palmada en la espalda a su sustituto y ya está. Lo hemos visto en la doble dimisión de Francisco Camps como presidente de la Generalitat y dirigente máximo del PP valenciano. Si el relevo en el Consell ha exigido repetir, con otro protagonista, las formalidades democráticas del debate y la investidura, que Camps había protagonizado apenas un mes antes en el mismo hemiciclo de las Cortes Valencianas, el relevo en el partido se hizo con el ritual escueto de un consejo de administración ante el cual los máximos accionistas presentan al nuevo directivo sin más alternativa que aplaudir con entusiasmo el nombramiento. Como una empresa, así funciona el PP, en la que no tienen tanta importancia las personas como los resultados, siempre hablando en términos de poder. Ese comportamiento, que tanto contrasta si tratamos de imaginar lo que hubiera ocurrido en cualquier formación de la izquierda (con sus gestoras, sus congresos y sus primarias), tiene mucho que ver con las causas que han desencadenado la caída de Camps.

Me refiero a que el espectáculo que la política valenciana ha protagonizado estos últimos días es fruto de una concepción gerencial de la acción pública que tiende a minusvalorar los límites morales del asunto. Los escrúpulos éticos son siempre un obstáculo para una conquista efectiva y un ejercicio práctico del poder. La dimisión de Camps, a dos meses de unas elecciones a las que no debió concurrir como candidato a la presidencia de la Generalitat, ha sido el resultado de unos cálculos más que atrevidos y de unas expectativas imposibles. En ningún caso, y es algo muy evidente en todas las declaraciones de dirigentes de aquí y de la central en la madrileña calle de Génova, se ha hablado de ética. Los problemas de Camps con la justicia se han abordado como si se tratara de un negocio fallido cuyas consecuencias han acabado con la carrera de aquel chico tan majo que dirigía la sucursal valenciana.

Que Camps pretendiera blindarse en unas elecciones autonómicas que habría ganado cualquier otro directivo, quiero decir dirigente, del PP para salvar el "inconveniente" de que lo iban a juzgar por haberse dejado sobornar en el ejercicio de su cargo, no sólo ha dado lugar a un episodio vergonzoso de nuestra historia, que es algo que puede pasar sin proponérselo, sino que era desde el primer momento un disparate, una maniobra condenada a convertir el auto del juez Flors que procesa al presidente de la Generalitat en una moción de censura. Ahora, un poco incómodos todavía, vemos a Alberto Fabra incrustado entre los miembros de un Consell que no es suyo y dirigiendo un partido que no le ha elegido. El poder sigue en manos de la compañía, aunque han cambiado al primero de sus ejecutivos.

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